Conceptualmente el odio es un sentimiento de antipatía y malestar hacia alguien o algo que a veces se transforma en conductas hostiles y dañinas. Suele integrar un combo con la ira, la rabia, el resentimiento y otras emociones negativas. Por supuesto todos tenemos nuestra propia historia personal, posiblemente también con vivencias traumáticas y generadoras de estos sentimientos, muchas veces cargados de furia. Pero en estos tiempos, también debemos considerar la manipulación mediática y cibernética que inevitablemente nos atraviesa. Por lo tanto, la estigmatización y los discursos de odio provocan un cimbronazo en las emociones de muchas personas, que no pueden o no quieren defenderse de semejante penetración ideológica y cultural. Si encima este fenómeno se produce en sociedades racistas, machistas y cargadas con otras miserias, entonces es esperable que suframos infinidad de hechos violentos como por ejemplo, tantos femicidios que lamentablemente hoy son una epidemia en nuestra Argentina y en otros países. Y entonces… ¿Cómo nos acomodamos en esta sociedad cruzada por tantas cegueras, antipatías y vanidades que nos pueden convertir en «robots infelices» incapaces de amar?
Diego Lo Destro es un joven filósofo recibido en la Universidad de Buenos Aires, y con varias publicaciones referidas a estas cuestiones como Felicidad Asintótica y Psicagogía, el arte de guiar almas. Bien vale la pena entonces, ponernos de frente al odio, al machismo y a la violencia para intentar entenderlos mejor.

HDC: ¿Cuál es el enfoque de la Filosofía sobre nuestras emociones?
DLD: Habitualmente pensamos en sentimientos o emociones, más que en afectos o pasiones, y esto ya nos posiciona de una manera particular, porque mientras las emociones remiten a lo individual y a lo interno (y en ese aspecto nos sitúan en una lógica de control), los afectos en cambio, nos recuerdan que no somos entidades cerradas. Las emociones ocurren en el individuo y, por ende, se cree que deben ser gestionadas. De ahí surgen todos esos discursos sobre la «gestión emocional» o el «control de las emociones». Pero desde la filosofía prefiero hablar de afectos o pasiones, porque nos devuelven la dimensión relacional de lo que sentimos, ya que no hay afecto sin un «afuera» y sin algo o alguien que nos afecta. Y la pasión nos remite a aquello que nos sucede y nos atraviesa, y que no dominamos del todo. Los griegos entendían el pathos (pasión), como esa experiencia en la que el sujeto no es dueño de sí mismo, sino que padece o recibe algo del mundo. Por eso creo que necesitamos devolverle esa dimensión exterior a lo que hoy llamamos emociones, para no perder su carácter político. Porque lo que sentimos nunca es solo nuestro, sino que está modelado por las condiciones sociales, los discursos, los vínculos y las estructuras de poder en las que vivimos. Y es precisamente ahí, en esa zona compartida, donde el afecto deja de ser mera interioridad y se convierte en una cuestión filosófica y política.
HDC: ¿Y qué piensa Usted sobre el odio?
DLD: El odio, para mí, es una forma de impotencia. Baruch Spinoza diría que es una pasión triste, porque nos encierra, nos quita fuerza y nos deja reaccionando en lugar de crear. Odiar es responder desde la herida, no desde la potencia. Es una forma de intentar recuperar un poder que sentimos perdido, pero que sólo se recupera a costa del otro. Hannah Arendt, en cambio, lo ve en su dimensión pública: el odio como instrumento de poder, una energía que los regímenes manipulan para fabricar enemigos y dar cohesión a una comunidad fracturada. Nos enseñan a odiar para no pensar, a identificar un culpable antes que una causa. En el fondo, Spinoza y Arendt se encuentran en algo profundo: el odio nace cuando la vida -personal o colectiva- pierde la capacidad de afirmarse desde la alegría, cuando el vínculo con el otro deja de ser posibilidad y se convierte en amenaza. Por eso no se trata sólo de moralizarlo o de decir «esto está mal», sino de comprender qué lo produce.
HDC: ¿Y por qué nos cuesta tanto combatir el machismo?
DLD: Creo que estamos inscriptos en una gramática de dominación que aprendimos antes de saber leer. El machismo no necesita manual: se transmite por ósmosis, como el acento o el miedo. Pierre Bourdieu lo explicaría mejor: no se trata de una ideología que uno elige creer o no creer, sino de una violencia simbólica que se ejerce con nuestro propio consentimiento, porque no la vemos. La palabra francesa es méconnaissance: no saber que no sabemos. Tomamos por «naturales» diferencias que fueron fabricadas con siglos de historia y toneladas de costumbres, que se pegan al cuerpo: en cómo miramos, en quienes interrumpen o se disculpan o se sienten autorizados a ocupar espacios, y en quienes piden permiso hasta para existir. Eso es el habitus, dice Bourdieu: política en estado sólido, incrustada en los gestos.
Por eso el machismo sobrevive a todos los discursos progresistas: porque está antes del discurso. Vive en los cuerpos, en el tono de voz, en la distribución del tiempo, en quien cocina y en quien opina. Y cuando ocurre un crimen atroz -como los femicidios de las tres chicas en Florencio Varela (Bs.As)- la reacción social es casi automática: «seguro fue un ajuste de cuentas, un crimen narco, una mala junta». Decir eso es mucho más cómodo que pronunciar la palabra femicidio, porque esa palabra nos apunta a todos. Pensar que fue «narco» nos permite seguir durmiendo tranquilos; pensar que fue machismo nos obliga a mirarnos al espejo. Y, seamos sinceros, nadie quiere verse a esa hora.
Bourdieu lo diría con más elegancia, pero el punto es el mismo: la violencia simbólica solo funciona porque la hemos naturalizado. Ya ni la vemos, como el aire que respiramos o el ruido de fondo de la ciudad. Nos acostumbramos a la idea de que algunas muertes son «normales». Cuando una mujer muere en manos de un hombre, decimos «fue una locura», «se le fue la mano», «no soportó que lo dejara». Todo antes que admitir que no fue un accidente, sino la consecuencia lógica de una cultura que todavía cree que el cuerpo de la mujer es propiedad privada.
Lo trágico es que seguimos pensando al femicida como un monstruo, como una anomalía del sistema, cuando en realidad es su mejor alumno. Preferimos imaginar al asesino como un bárbaro, un otro lejano, porque si aceptamos que el machismo está en el centro y no en los márgenes, tenemos que empezar a desarmar nuestra propia casa. Y eso sí que nos da miedo.
HDC: ¿Qué podemos hacer entonces?
DLD: Me aventuraría a dar una respuesta pero no taxativa. Primero, nombrar la arbitrariedad: poner en cuestión lo que siempre se dio por obvio. Segundo, generar espacios donde las instituciones se miren a sí mismas y se pregunten a quiénes escuchan, a quiénes callan y a quiénes les dan tiempo y legitimidad. Tercero, trabajar sobre el cuerpo: desmontar esa hexis que es el modo aprendido de movernos, de hablar o ceder el lugar sin darnos cuenta que organiza jerarquías invisibles. Porque el poder también se escribe en la carne. Y cuarto, diría, redistribuir el valor: cambiar quién cuenta la historia y desde dónde. No nos faltan ganas, nos falta entrenamiento para desear distinto. Desarmar el machismo no es un acto heroico, es un proceso incómodo: perder privilegios, soltar seguridades, soportar el vacío que deja un habitus que ya no garantiza identidad. Pero ahí, en ese vacío, empieza la posibilidad de algo nuevo: menos obediencia, más potencia compartida. Si no cambiamos los cuerpos, los tiempos y las formas de reconocimiento, seguiremos viviendo en un mundo donde el machismo mata, no por excepción, sino por costumbre.
HDC: Me decía un amigo que a Cristo lo mataron después de estigmatizarlo con discursos de odio…
DLD: Sí claro. Hay un filósofo de la corriente mística René Girard que menciona que toda comunidad, cuando entra en crisis, se desordena y es atravesada por el miedo y la escasez, y entonces busca restablecer su unidad mediante la violencia. Pero no una violencia ciega, sino una violencia ritual, dirigida hacia alguien que pueda ser presentado como culpable. Es el mecanismo del chivo expiatorio, o sea descargar el caos sobre un cuerpo para restituir el orden. Y el odio es el lenguaje que lo prepara. Antes de eliminar, hay que deshumanizar; antes de matar, hay que fabricar la culpa. En ese sentido, la Pasión de Cristo no fue una excepción histórica, sino la exposición más descarnada del modo en que funciona la violencia colectiva. Cristo no es ejecutado por lo que hace, sino por lo que representa: una alteridad que el sistema religioso, político y moral de su tiempo no puede asimilar. Girard lo formula con una lucidez brutal: «el cristianismo no inventa el mecanismo del chivo expiatorio, lo revela. Es la víctima inocente la que muestra, por fin, que todo orden social se ha levantado sobre cuerpos sacrificados y silencios impuestos». Y si lo traemos al presente, vemos que el odio sigue cumpliendo esa misma función estructurante. Michel Foucault lo habría leído como una tecnología de poder: los discursos de odio no sólo excluyen sino que producen sujetos. Nombrar al otro como amenaza es una forma de gobernar, ya que el odio organiza, da identidad y ofrece pertenencia. Lo más perverso es que siempre aparece envuelto en una retórica de defensa: «nos atacan y tenemos que protegernos». De esa manera, el poder disfraza su violencia de moral, y por eso no me sorprende que hoy el linchamiento mediático, la criminalización del pobre o la demonización del feminismo funcionen como nuevos rituales de cohesión. Cuando un grupo necesita reafirmarse, fabrica un enemigo sacrificable. El odio, entonces, no es descontrol, sino que es método. Es la maquinaria más eficiente para sostener una comunidad sin justicia. Y es justo ahí, donde Cristo sigue siendo una figura política y no sólo religiosa: el que desactiva el mecanismo al negarse a responder con odio, el que exhibe el engranaje del poder, mostrando que la violencia no redime, sólo se reproduce. Por eso el gesto de Cristo de no devolver el golpe, sigue siendo uno de los actos más radicales de la historia humana: porque revela que el verdadero poder no está en castigar, sino en romper el ciclo que hace del otro una víctima necesaria.
HDC: ¿Podemos vivir sin odiar?
DLD: Creo que uno de los errores que cometemos cuando pensamos el odio es contraponerlo al amor. El reverso del odio no es el amor, es la indiferencia. Y creo que la indiferencia es mucho más común, comoda y funcional al orden existente. El odio, al menos, reconoce al otro, se dirige hacia él, lo nombra; la indiferencia en cambio lo borra, lo vuelve invisible. Y ese borramiento es la forma más sutil de violencia que conocemos. Por eso, más que erradicar el odio, habría que erradicar la indiferencia: ese modo silencioso de dejar morir al otro sin siquiera mirarlo. El desafío no es vivir sin odiar, sino vivir sin anestesiarnos, sin acostumbrarnos al dolor ajeno. Porque mientras haya indiferencia, el amor se volverá un lujo, una excepción. Y sin embargo, todo lo humano empieza cuando algo del otro todavía nos importa.









