Como señala María Tocino Rivas, doctora en Filosofía por la Universidad de Salamanca, “la creciente presencia de elementos emocionales en las sociedades contemporáneas constituye un fenómeno constatable en cualquier área de la vida pública”. En tiempos donde casi todo se cuestiona y donde el espacio público se mezcla continuamente con el privado, crece la oferta -y la demanda- de apoyos personales o motivacionales. Una de sus variantes es el llamado coaching, estrella de conversaciones de café, reuniones laborales, redes sociales, talleres de fin de semana y sobremesas familiares. De asistencia perfecta en actividades corporativas o institucionales. Y muy buscado por personas que procuran claridad, estímulo o innovación para el abordaje cognitivo-emotivo de situaciones estructurales o sobrevenidas.
No se trata de cuestionar la actividad ni a sus cultores: la mayoría, seguramente, se involucra con honestidad. Pero sí cabe preguntarse qué explica este crecimiento, por qué tanta gente recurre a estos acompañamientos y qué dice esto sobre los entramados de nuestra vida social.
La socióloga Eva Illouz -especialmente considerada por Tocino Rivas en su tesis- sostiene que vivimos envueltos en un nuevo “capitalismo emocional”, donde buscamos discursos y estrategias que nos ayuden a orientarnos. En ese contexto, el coaching, en sus diferentes versiones, aparece como una brújula.
Muchos lo han tomado como disciplina en la cual formarse como maestros o discípulos. Otros adoptan sus líneas principales desde profesiones de origen, a las que dicen “fortificar”. Y en el público no faltan quienes lo contraponen con servicios profesionales cuya práctica exige título universitario y matrícula habilitante, como la psicología. Para sus defensores, sin embargo, el coaching no pretende reemplazar la terapia, sino acompañar procesos de decisión y evolución, considerando las particularidades de cada persona.
Respecto de la “satisfacción garantizada” que a veces prometen ciertas publicidades de coaching, sus acólitos recurren a una vieja máxima jurídica: se trata de una obligación de medios, no de resultado. En suma, el problema, si lo hay, no parece ser la herramienta, sino lo que cada uno es capaz de obtener de ella.
Contrastes
La llamada “modernidad líquida”, según Zygmunt Bauman, disolvió certezas que antes parecían inamovibles. En pleno siglo XXI ya no heredamos comunidades estables: las tomamos, las cambiamos y, si dejan de servir, las dejamos ir (o si les dejamos de servir, nos dejan ir). Las instituciones no aseguran pertenencia; los partidos políticos ya no convocan; la fe ya no mueve montañas; el trabajo dejó de ser un cursus honorum y un camino seguro hacia la jubilación. En ese mundo donde somos -diría Charly García- “pasajeros en tránsito perfecto”, la figura del coach aparece allí donde los grandes íconos del mundo “sólido” se retraen.
Con lucidez, Barbara Ehrenreich (citada por Tocino Rivas) recuerda que el coaching “explotó” comercialmente en los 80, cuando las empresas que desregulaban, ajustaban o privatizaban buscaron fórmulas para amortiguar los malestares de miles de trabajadores súbitamente empujados a la precariedad. Las emociones, para el mundo del trabajo, pasaron a ser algo a gestionar.
Así entendido, el coaching tutela a la persona: ofrece escucha, un método accesible, narrativas sencillas; motivación sin la densidad emocional de la psicología; exigencia sin la presión de la autoridad tradicional (familiar, escolar, laboral, gubernamental).
Pero el fenómeno desnudó también un flanco íntimo: la soledad. Expuso a la persona aislada, desorientada en la planicie interminable de la hiperconexión -ese espacio donde sólo mostramos lo que creemos que los otros quieren ver y escondemos cuanto nos inquieta de nosotros mismos-. En ese contexto, el coaching puede convertirse en refugio: un horario pautado donde alguien escucha sin interrumpir, sin juzgar, y ofrece estrategias, en general, amistosas.
A eso se suma la estética motivacional de época. Lo terapéutico, lo inspiracional, lo espiritual y lo productivo se entremezclan en coquetas vidrieras. Es la “industria de la felicidad”, de la que hablan muchos autores. El coaching florece así, complementando prácticas, sustituyendo antiguas filiaciones al club, al comité o la unidad básica, a la parroquia, al sindicato, a la barra de amigos de toda la vida o a la familia extensa. Conectamos -¿realmente conectamos?- con nuevas relaciones en un espacio más o menos cerrado, donde nada puede fallar.
No se trata de oponerse al coaching. Es, simplemente, un signo de época. Pero conviene mirarlo sin idealizaciones, porque ciertos riesgos persisten. Como advierte la antropóloga argentina Paula Sibila, “en una sociedad tan espectacularizada como la nuestra, la imagen que proyecta el yo es el capital más valioso que posee cada sujeto”. Y esa imagen, agrega, debe administrarse como una marca capaz de destacarse en el competitivo mercado de las apariencias. Pero cuidado: no debemos confundir necesidades con expectativas, objetivos con ensoñaciones, realidades con fantasías. Y esto es tan viejo como el mundo.
Volviendo a la pregunta inicial -¿qué tienen los coaches que no tengamos nosotros?-, la respuesta toca fibras sensibles: carisma, imagen, vínculos, recursos expresivos. Si preguntamos, en cambio, qué necesitamos para no recurrir tanto a los coaches, aparecen tres claves: instituciones confiables, comunidades duraderas y proyectos ciertos. Todo lo que la modernidad líquida dejó en suspenso.
Visto así, quizá el talismán que sigue haciendo crecer al coaching no sea una técnica ni un saber superior. Tal vez todo se reduzca al dominio del tiempo y la atención: dos recursos cada vez más escasos, en un mundo que parece redoblar su esfuerzo para hacernos correr al máximo de nuestro límite, casi sin poder mirar a nadie mientras lo hacemos.









