No voy a meterme en temas científicos, cuasi científicos, a lo Expedientes X, o de brujería, pese a que voy a hablar sin embargo de la denominada combustión espontánea.
El novelista inglés del siglo XIX Charles Dickens, en el auge de un positivismo reñido con la superchería, la coloca como una culposa y merecida causa de muerte, en uno de los capítulos de su novela Casa desolada”. Sin preámbulos: la combustión espontánea es el fenómeno (en ciertas épocas científico, en otras no) por el cual un cuerpo humano se cubre en llamas desde adentro hacia afuera, centrífugamente, dejando en cenizas al elegido en pocos minutos. El tema de esa práctica culposa, individual y terminal, tuvo en el siglo XIX obviamente una connotación religiosa, moral. Pensemos por ejemplo -aunque sin llamas acá, solo con heridas psicológicas y una letra bordada- en La letra escarlata”, de Nathaniel Hawthorne, como un estigma que recorre la conciencia y el cuerpo del personaje que desea esconder el pecado pero que no lo logra: la excrecencia moral debe tener su función expiatoria y condenatoria. El reverendo Dimmesdale no soporta su culpa enfermiza, hasta que confiesa su acto con Hester Prynne. Escribe Hawthorne: No puede cometerse mayor ultraje en contra de la naturaleza -cualesquiera que sean las culpas cometidas- que el de impedir al culpable esconder su rostro avergonzado; y éste, en esencia, era el castigo”.
Pero voy a llevar el fenómeno hacia otro lado. Específicamente hacia la lectura. En el ejercicio lector, en el recorrido y cruce de lecturas, hay que tener en cuenta el tipo de combustión” que hace en cada quién una lectura seguida de otra. De ahí que los pensamientos, análisis, perspectivas y motivaciones serán diferentes en cada persona. No será lo mismo leer cruzando La letra escarlata” con Amalia”, de José Mármol, que leer seguida -o simultáneamente- la novela de Hawthorne con La ocasión”, de Juan José Saer. En este último caso, la frondosa e invulnerable búsqueda de la verdad, los celos y la traición estarán mucho más a flor de piel que en el cruce lector del primer caso. Esa idea de contaminación lectora -que quema en la metáfora que propongo- me parece que tiene un punto interesante, a desnudar en cuanto a las influencias mutuas, severas, asfixiantes y que, por cierto, sirven para hablar sobre un atributo excepcional de la buena literatura.
Hay literatura, hay autores que proveen a sus lectores de una combustión espontánea”, que no necesitan de otros elementos para la combustión, otros textos. No es finalidad aquí moralizar, poner la letra A” (la A de adúltera que lleva Prynne bordada en su vestido en la novela de Hawthorne) en la mente de cada lector de esta nota, ya que cada uno dirá que tiene con sus libros gustosos esa combustión espontánea”; ahora una cosa: da la casualidad -no casual- de que hay prosa y textos que han generado esta combustión espontánea” por generaciones, en cantidad de lectores, abriendo siempre un surco ígneo de interpretaciones sin necesidad de buscar textos alternos o circundantes que pudieran hacerlo abrasar. Hay algunos, en cambio, que nos permitirían avivar la llama en contacto con otros textos, y así sentir la forma discontinua” que nos quema cuando leemos.
Eso sucede sin más con los géneros. El género participa de lo que se conoce como Plurale tantum”; quiere decir, resumiéndolo, que su lector busca lo distinto en lo mismo”. Puede parecer un absurdo, pero no lo es, y veamos con el ejemplo del policial. Alguien que gusta de las narraciones policiales leerá esos textos con cierta primigenia anticipación por saber con lo que se encontrará; debe haber en ese tipo de cuentos o novelas alguna especie de delito”, o algo que pueda leerse como tal. Pero al mismo tiempo, no lee cada vez la misma novela o cuento policial” sino diferentes versiones de una misma y singular trama abstracta que es la que le agrada a ese lector. Un axioma: cada novela policial regular o decididamente mala, (suponiendo que el lector la recorra y finalice) debe hacer combustión con otra novela o cuento policial para seguir degustando el género; la pimienta (sal diría, que es la que hace crepitar el fuego) de la buena novela policial hará que la insulsa forme parte del género, pero no tiene la capacidad de encendernos unilateralmente en su recorrido. En cambio, novelas policiales como la Trilogía de Nueva York”, de Paul Auster, o la saga de Henning Mankell, producen en los lectores del policial esa combustión espontánea” que implosiona hacia adentro al propio género y que no necesita de otro compuesto para quemar.
La buena literatura forma parte del género al tiempo que lo distiende”. Es algo difícil de captar, pero si les digo que un buen chocolate en rama tiene siempre el mismo sabor característico cada vez que lo comemos, cuando probamos otro nos damos cuenta de que no podemos ubicar su sabor singular y propio, ya que los materiales con los que se elabora no tienen la personalidad necesaria para ofrecerle al paladar lo mejor de sí.
Hay obras que combustionan espontáneamente y solo a los lectores; hay obras que solo combustionan tras ser acompañados por otras lecturas y así se encienden en la cabeza del lector. Hay escritura que viene mojada desde el inicio: el lector le regala a la silla un poco de calor mientras resuelve y escribe mejor en su cabeza aquello casi imposible de leer. Deseo entonces una buena quemazón para los lectores.