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Manual de recetas para el fin de año

Por Silvia N. Barei

Opinión Por Opinión
31 de diciembre de 2021
Manual de recetas para el fin de año

Usted levántese y vaya a ver las flores en su jardín o aunque sea la que tiene en la macetita del balcón. Mejor no las corte pero si le da por ponerlas en un florero recuerde que la planta se las está entregando de regalo (así como en otra época le regalará frutos) y que usted ha llevado un pedazo de jardín adentro de su casa porque cuanto más cerca estamos del mundo natural, mejor es nuestra vida.

De paso recuerde que antiguas leyendas y mitos nos cuentan que nuestro cuerpo nace de un ensayo hecho con arcilla, con madera o con maíz.

El mito más difundido entre nosotros, el que nos viene del pueblo hebreo y no insisto mucho porque usted lo conoce bien, es ese que dice que dios moldeó hombres y mujeres de barro, todos juntos, aunque luego surgiera esto de la desigualdad de géneros, de razas y de clases. Y después viniera Darwin a decir que la cosa no iba por ese lado.

Entre los antiguos escandinavos, los primeros seres humanos fueron Ask y Embla, tallados de madera de fresno y de olmo y traídos a la vida por los dioses Hoenir y Lodurr.

Y usted recuerda que en el Popol Vuh resulta que una abuelita, la Abuela del día o de la Claridad, también propone la creación de los seres de madera pero la cosa va mal y entonces tienen que probar con el maíz .A partir del maíz blanco moldearon el, cuerpo y con el maíz rojo hicieron su sangre, y esta fue la versión de lo humano que funcionó.

En la mitología china la diosa Nüwa se detuvo en un río y se puso a diseñar unas figuras con barro. Como le gustaron, sopló vida dentro de ellas, haciendo que estos seres comenzaran a moverse a su alrededor llamándola madre y bailando para ella.

Todo esto para recordarle que la plantita del patio o de la maceta tiene mucha más que ver con su vida de lo que usted o yo, podemos reconocer. Entonces ya que estamos, un día súbase a la bici o váyase caminando por algún senderito de tierra o a lo largo de una calle arbolada y piense que la sombra de un árbol equivale al fresco de cinco acondicionadores de aire.

Hace algunos años bromeando con unos amigos y jugando con el latín, tradujimos De rerum natura de Lucrecio como “La naturaleza es rara”, “El runrún de la naturaleza” o “Rarezas naturales”. Es cierto que la traducción es De la naturaleza de las cosas, pero a la vista de lo que está sucediendo ahora, la traducción jocosa no es desatinada. Cuando escribo esto, el ordenador me corrige y escribe “desafinada”.

La traducción jocosa no es desafinada.

Pues no, porque vivimos en tiempos desafinados y por fin hemos empezado a dudar de nosotros mismos, a pensar si eso que llamamos naturaleza, mundo natural, animales y plantas no se está vengando y terminará sobreviviéndonos.

Y ahora usted y yo venimos a entender que la pandemia nos mostró la peor cara del mundo, pero también vimos pumas, zorros, zarigüeyas, jabalíes, monos, patos paseando por las calles de varias ciudades. Lo mismo sucedió con aves, delfines y lobos marinos en playas turísticas y ciervitos jugando con las olas. Es decir, “el regreso de la fauna a los lugares que el humano les arrebató”, como se lee en varias publicaciones.

Dice Eduardo Viveiros de Castro que no es que la cultura nos permitió dejar de ser animales. Muchos mitos amazónicos cuentan que los animales eran humanos, por eso lo que tenemos en común con ellos es la animalidad pero también la humanidad.

Y capaz que sea así nomás, porque recientemente en Birmania, un mono roba a un joven su celular. Saca fotos de la selva, luego se saca selfies y finalmente lo tira porque no tiene gusto a buena comida. O porque se aburre de la tecnología, pienso yo.

Y es posible que usted se haya criado como yo en un pueblo chico o al menos en un barrio donde la escuela estaba al frente de su casa, el kiosco en la esquina, el mejor amigo a la vuelta y el chico o la chica que nos gustaba dos casas más allá y salía a la vereda sin darnos ni cinco de bolilla. Por ese entonces nos parecía que cuatro cuadras eran una distancia enorme y que después del club o del cementerio empezaba el ancho espacio del mundo que vaya a saber dónde terminaba. Por ello imaginábamos que las enormes praderas americanas eran para que se luciera el Llanero Solitario y que toda África era para que Tarzán conversara con monos y elefantes.

Que el Polo Sur debía ser buen lugar para que Arold Amudsen trajese unos perros que parecían lobitos buenos. Y que los enormes mares sólo existían para que Marco Polo fuese de visita al imperio del gran Kublai Kan (que nombre maravilloso) o para que Cristóbal Colon viniese a “descubrirnos” y atrás de él vinieran unas gentes que buscaban plata y oro y luego otras gentes que terminarían siendo mi familia y la suya, esos que ya no querían vivir en Europa porque allá todos eran pobres y tenían hambre y acá decía mi abuela, “no hay pena que no se cure con una buena comida”.

Cuando se acerca el fin de año mucho de esta historia personal retrotrae a los paisajes de la infancia. Esos que ya no existen porque en el pueblo, o en su calle, hay demasiados autos, porque quemamos el bosque nativo para plantar soja y el glifosato mató a las mariposas y los bichitos de luz. Además de gente, claro está.

Y también recordará haber ido al zoológico o estar encantado con el circo que venía una vez al año. Pero nunca se le habrá ocurrido que los leones podrían escribirse una carta como esa Carta de un león a otro, en la que el león del zoológico le escribe al del circo: “Pero apuesta lo que quieras/que afuera tienen miles de problemas./Caímos en la selva, hermano/y mira en qué piadosas manos/su aire está viciado de humo y muerte/ y quién anticipar puede su suerte./ Volver a la naturaleza/ sería su mayor riqueza…/Cuídate hermano, yo no sé cuándo / pero ese día, viene llegando.”

Y sí, carta profética. Afuera tenemos “miles de problemas”, nos venimos dando cuenta de que destruir nuestro mundo natural nunca estuvo bueno y podemos sumar y multiplicar historias con animales que nos conmueven tanto como las historias de los desplazados por razones ambientales, los refugiados ecológicos, los barrios contaminados, los mares envueltos en plásticos y los niños hambrientos que revuelven la basura.

Por eso tal vez el arte trata de recuperar lo que ya no tenemos, intenta crear y reponer algo de todo lo que le hemos quitado al mundo. Entonces usted y yo nos asombramos ante la obra textil de Alexandra Kehayoglou compuesta de caminos tejidos desparramados en el suelo y en espacios por los que los que se puede transitar y que evocan los paisajes esos que usted sabe que podríamos reconocer.

O las esculturas de cera virgen y petróleo de Juan Pablo Ferlat, donde el petróleo simboliza el capitalismo, y la cera -resultado de la interacción entre miles de abejas- muestra la inteligencia colectiva de la naturaleza.

O la videoinstalación «Tierra quemada» de Gabriela Golder que, en una secuencia de imágenes del incendio del Cerro Mariposa en Valparaíso, contrasta el canto de las aves con la estética humeante del fuego y la destrucción de la tierra.

Esto ha venido a llamarse eco-arte cuya etimología viene -fuera de las bromas de traducción- del griego “eco” que significa “casa”, “hogar”.

Con el cambio climático creciendo a un ritmo alarmante, el arte ecológico propone un proceso de construcción y re vinculación con el mundo que nos es más que necesario.

Por eso cuando vaya a buscar un pinito para armar un arbolito de Navidad, acuérdese del intenso diálogo que debemos volver a tener con la naturaleza y cuénteles a sus hijos que había una vez un pino que regalaba monedas de oro a la gente pobre que venía a llorar a sus pies. Y que si no eras de buen corazón, o eras un avaro que quería hacerse de más dinero, llegabas a tu casa y esas monedas habían desaparecido de tus bolsillos.

Y todas las veces que desee a toda su gente querida feliz navidad feliz año nuevo, esa felicidad más que un anhelo o un ritual, será acaso una posibilidad de recordar que somos blandas criaturas hechas de madera, de barro, de agua, seres vulnerables que apenas sobrevivimos por nuestro ingenio en la narración imperecedera de todo lo viviente.

Y que este sencillo manual de fin de año es para recordarle a usted, y a mí también, que ese sitio del que habla la canción popular “En algún lugar del arco iris” está acá nomás, en la fuente de la plaza, en el caminito junto al río, en la canilla que abrimos todos los días porque en el agua estamos mirando realmente, el nacimiento de la vida.

Una traducción de “agua” por “arco iris” no sería desafinada.

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