La frontera de Polonia y Bielorrusia se ha convertido en una caldera de problemas internacionales durante las últimas semanas. Esto se debe a una crisis migratoria de grandes magnitudes con pocos precedentes en la región. De acuerdo con el ministro de Defensa polaco, Mariusz Blaszczack, se produjeron “cientos de intentos” por parte de los migrantes para ingresar a Polonia. Muchos de ellos fueron detenidos, lo que aumentó las tensiones y las acusaciones mutuas entre ambos gobiernos.
Por un lado, el presidente bielorruso, Aleksander Lukashenko, acusa como responsable de la crisis al gobierno de su vecina Polonia. Recientemente, el mandatario que más tiempo está en el poder en Europa aseguró que se está “llevando a cabo una guerra” utilizando a los migrantes como elemento de “chantaje”. Por su parte, el primer ministro polaco Mateusz Morawiekci hizo acto de presencia en la frontera, y acusó a Bielorrusia de llevar adelante “un nuevo tipo de guerra” y de utilizar a los migrantes como “escudos humanos”.
Autoridades de la Unión Europea también se pronunciaron, tildando de “gangster” a Lukashenko. En un tono similar, la canciller saliente de Alemania, Angela Merkel, le pidió a Putin que se pronuncie para presionar al gobierno bielorruso.
Quienes se posicionaron a favor de Minsk fueron los rusos. Vladimir Putin tiene en Lukashenko a una especie de aliado incomodo, pero aliado al fin. Cuando estallaron las protestas masivas en Bielorrusia hace algunos meses, tras las elecciones tildadas como “fraudulentas” por gran parte de la comunidad internacional, el Kremlin apoyó al gobierno bielorruso. En una región compleja, Rusia prefiere a un viejo conocido como el presidente de Bielorrusia antes que contribuir a generar aún más estabilidad en el país. Lukashenko le asegura a Putin, al menos, un gobierno que no sea pro estadounidense en su zona de influencia inmediata. Por lo pronto, Moscú acusa a la Unión Europea de ser incapaz de solucionar la problemática migratoria.
De acuerdo con Bruselas, Lukashenko se comportó de manera irresponsable al invitar a su territorio, con visas de turista, durante varios meses a personas provenientes de países en conflicto como Afganistán, Irak o Siria. El problema es que, según acusan las autoridades europeas, el gobierno bielorruso luego los incentivó a cruzar la frontera hacia Polonia, es decir, dentro de los limites territoriales de la Unión Europea.
El conflicto entre la UE y Lukashenko no es nuevo, ya durante las protestas contra las elecciones, los principales dirigentes europeos se pronunciaron en contra del gobierno bielorruso, al cual califican directamente de dictadura. Esto, al mismo tiempo, genera un conflicto político con la Rusia de Putin, a quien presionan para que deje de apoyar al gobierno de Minsk. El bielorruso había competido hace unos meses con Svetlana Tikhanovskaya, una ama de casa sin previa experiencia política que se presentó a último momento debido a la detención de su esposo, Siarhei Tsikhanouski, un candidato opositor y activista prodemocracia.
Lukashenko gobierna su país desde 1994, le gusta definirse a sí mismo como “autoritario”. Es, además, un declarado “nostálgico” de la Unión Soviética, donde nació e hizo sus primeros pasos como dirigente político. De hecho, fue el único parlamentario que votó en contra de la disolución de la URSS en 1991. A su vez, participó del intento de golpe de Estado llevado adelante por la línea dura del Partido Comunista soviético, en las navidades de ese año, contra el gobierno de Mijail Gorbachov. Por ello, apela de manera constante al “pasado y destino común” de Rusia y Bielorrusia.
La relación entre Putin y Lukashenko ha tenido sus vaivenes. A pesar de las constantes apelaciones al pasado común, quienes lo conocen de cerca, aseguran que Putin detesta a Lukashenko. El bielorruso mantuvo su cercanía con el Kremlin especialmente para beneficiarse del petróleo barato ruso. Cuando se produjeron las protestas masivas contra el gobierno bielorruso tras las elecciones, algunos analistas preveían que Moscú podía implementar una solución similar a las que ya llevó adelante en otros países de la órbita ex soviética, como Georgia (en 2008) o Ucrania (en 2014). Sin embargo, una intervención militar no le interesa a Putin en este caso, su temor es que la caída de Lukashenko signifique un nuevo gobierno que acerque al país a Occidente, alterando de esta manera el delicado equilibrio geopolítico que viene construyendo en la región en las últimas décadas.
Es difícil avizorar aún qué puede llegar a suceder en esa frontera caliente. El conflicto ha escalado, como era predecible, involucrando a los distintos sectores interesados en la región. Tanto Rusia como la Unión Europea prefieren que se resuelva de manera pacífica. A Lukashenko le es de cierta utilidad tener un enemigo externo en un contexto donde los apoyos internos son cada vez menores. Mientras tanto, los migrantes, al igual que en otros lugares del mundo, son utilizados como escudo humano o moneda de cambio en el marco de una situación que los excede. Nadie parece demasiado interesado en solucionar las aristas humanitarias del problema y ocuparse realmente de ellos, los descartados por partida doble.