¿Qué se puede decir, a estas alturas, del estado de las cosas en Venezuela? ¿Se puede hablar de “elecciones libres”, cuando la oposición no reconoce los resultados y el oficialismo no muestra las actas?
La tensión en Venezuela se intensifica tras las recientes elecciones presidenciales: Nicolás Maduro ha sido proclamado presidente electo por el Consejo Nacional Electoral (CNE), habiendo -supuestamente- obtenido el 51,2% de los votos en la reelección. Sin embargo, la oposición acusa de fraude, aunque tampoco ha presentado pruebas concretas como las actas electorales.
Lo cierto es que el país se encuentra más aislado que nunca. Si bien, los comicios fueron respaldados de inmediato por países aliados como Rusia, China, Irán y Cuba, otros gobiernos de corte progresista (y anteriormente amistosos con Caracas) tuvieron sus reparos. Son notables los casos de Lula da Silva, en Brasil; Andrés Manuel Lopez Obrador (AMLO), en México; Gabriel Boric, en Chile; o Gustavo Petro, en Colombia. Todos ellos, líderes de izquierda, o del centro izquierda, del progresismo latinoamericano de credenciales indudables. Lula ya se había enfrentado con Maduro cuando, una semana antes de las elecciones, le dijo que si perdía se tenía que ir, porque “así es la democracia”. Esta verdad lógica, incluso de sentido común, al parecer enojó al presidente venezolano.
Sin embargo, también es verdad que Maduro muestra algunos números interesantes y positivos. Por ejemplo, se proyecta un crecimiento económico del 4,2% para 2024. Este optimismo se basa en las mejoras en comercio y servicios, impulsadas por los sectores petrolero y minero, así como el aumento en la producción de alimentos y medicamentos. Todo esto ocurre en un contexto donde se han normalizado las relaciones entre el gobierno chavista y el sector privado. El sector energético, crucial para la economía del país, muestra signos de recuperación comparado con años anteriores, que fueron catastróficos. Aunque todavía lejos de los 2,5 millones de barriles producidos durante el auge petrolero, actualmente se producen 820.000 barriles, 70.000 más que el año pasado y casi un 20% más que hace dos años. Sin embargo, las sanciones internacionales impuestas por la administración estadounidense han limitado aún más el crecimiento de esta cifra. A su vez, el gobierno de Maduro ha tenido cierto éxito en controlar la hiperinflación que surgió en 2018. Este año, la inflación podría promediar alrededor del 50% tras implementar, de manera discreta, un ajuste fiscal y económico severo, con un gasto público notablemente por debajo de los años de Chavez.
Toda la expectativa por una pronta “normalización” de la situación venezolana tras años de inestabilidad y caos, probablemente esté siendo tirada por la borda a partir del papelón electoral. Por su parte, Washington hubiera preferido, en el peor de los casos, una victoria real de Maduro, con aceptación de la oposición, para tener un interlocutor con quien poder negociar cierta normalización de relaciones diplomáticas. No obstante, dados los acontecimientos, ya es poco probable que esto termine resultando así, más especialmente teniendo en cuenta que hay grandes posibilidades de que el inquilino de la Casa Blanca sea de un diferente signo político a partir del próximo enero.
Es curioso que Maduro denuncie un golpe de Estado, cuando el jefe del Ejecutivo es él y el poder del Estado se concentra detrás de su figura de manera prácticamente monolítica. Es preocupante que el gobierno venezolano esté inmerso en eta vorágine autoritaria y aislacionista, que podría emparentarlo con la Nicaragua de los Ortega-Murillo. Ni siquiera los gobiernos que, históricamente, habían apoyado al chavismo parecen querer pegados con una situación que, a todas luces, se presenta irregular y con pocas garantías democráticas reales.
Hoy, el escenario internacional parece mucho más amigable para lideres políticos autocráticos, autoritarios, e incluso, dictatoriales, sin importar si son de izquierda o de derecha. No pueden pasarse por alto las palabras recientes de Donald Trump frente a un grupo de seguidores cristianos, cuando les dijo que, si es electo presidente, “no tendrán que volver a votar dentro de cuatro años”. La democracia liberal occidental atraviesa su momento de mayor crisis de los últimos 40 años, y, quizás, más atrás aún.
Venezuela, a este ritmo, quedará aislada dentro de América Latina, y deberá apoyarse en Rusia y China, en orden de sobrevivir. Pero el riesgo de que este aislamiento lleve a una mayor represión interna también es grande: las fuerzas democráticas y verdaderamente progresistas de la región tienen la responsabilidad de velar por los intereses del pueblo venezolano, y exigirle al gobierno que haga cumplir las garantías democráticas. Si Maduro efectivamente ganó las elecciones del 28 de julio, debe mostrar las actas y quedarse los seis años que le corresponden; si las perdió, entonces debe pactar una transición con la mayor transparencia y el menos trauma posible. Aunque todo indica que, lamentablemente, nada de eso sucederá.