Cuando se escriban las biografías futuras de Jorge Mario Bergoglio, y se haga la crónica completa del papado de Francisco, hay un elemento, entre tantos que llamarán a la polémica, que será muy difícil de poner en tela de juicio: éste ha sido un pontificado valiente.
Entre los (numerosos) críticos de Bergoglio, hay todo un sector que se remite, al evaluar su rol al frente de la iglesia universal, a aquel que tuviera al frente de la iglesia argentina; y de esa relación -que les parece directamente proporcional- concluyen que las actitudes del papa no pueden ser diferentes de la de aquel cardenal arzobispo de Buenos Aires, primado de la Argentina. Sin embargo, la historia no es lineal; al contrario: está llena de vueltas, idas, más vueltas, giros, salidas por la tangente, retrocesos y rutas alternativas. Y las posiciones y estrategias que tejió aquel arzobispo no se condicen con la de este papa. (Una aclaración obvia, pero mejor la hago: la afirmación precedente no atañe al plano teológico ni eclesiológico, sino al político y pastoral).
Y uno de los ejemplos que yo pondría en ese paralelismo nada paralelo es, precisamente, el de enfrentar con valentía los núcleos más duros del poder. Esa quizás sea la táctica que más se diferencia en ambos roles de conducción, desde aquel arzobispo a este papa. Y yo tengo mi hipótesis interpretativa: dicho a brochazos gordos -en el breve espacio que me permite esta columna- los matices entre Bergoglio y Francisco radican en que aquél tenía a Roma encima, y éste la tiene debajo.
Bergoglio era mirado, en cada paso que daba, con las lupas de las distintas congregaciones vaticanas, muy especialmente por el “hardcore” de los palacios pontificios: la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Cada paso era evaluado al detalle, sopesado y comentado. Además, era complementado con los informes de religiosos (y laicos) interesados en los temas que se tratasen, quienes envían regularmente y por canales de muy diversa índole cartas que son leídas -a veces muy atentamente- por los funcionarios de la Curia. En definitiva, las decisiones del arzobispo podían ser, eventualmente, corregidos total o parcialmente desde la Santa Sede.
Hoy todo ese proceloso (estuve a punto de escribir “mafioso”) laberinto de decisiones y controles cruzados a medida que ascienden por la pirámide jerárquica ha desparecido. Francisco no tiene que rendirle cuentas a nadie. Salvo a Dios, claro. Roma, todos esos procesos burocráticos y de equilibrios políticos que engloba la palabra “Roma”, se encuentra por debajo de sus sandalias de Pescador.
Así, Francisco ha decidido seguir algunos rumbos que Bergoglio no hubiera tomado. Uno de esos rumbos es aplicar un programa de reformas al interior de la institución eclesial -unas reformas para las que, me gustaría creer, se preparó durante toda la vida- aunque los sectores más poderosos de esa misma institución lo insten a frenar, o a ralentizar la velocidad, o a no abrir tantos frentes al mismo tiempo. Cuando no, directamente, a rectificar el rumbo y limitarse a unas reformas de superficie, cosméticas.
Los dos núcleos de poder desde donde se emiten permanentemente estas “sugerencias” al pontífice son enormes, y en la historia contemporánea de la iglesia han logrado siempre imponerse: el conservadurismo clerical italiano -íntimamente ligado a todos los gobiernos, de cualquier signo o partido, desde la segunda posguerra- y los obispos estadounidenses, responsables del principal aporte financiero al funcionamiento de la iglesia.
Los sectores de la derecha italiana (más empoderados aún desde las últimas elecciones, que llevaron a Giorgia Meloni y a su Fratelli d´Italia al gobierno) ya se enfrentan abiertamente al papa, como muestran los cada vez más duros actos de hostilidad del vicepresidente y ministro del interior, Matteo Salvini, contra el limosnero papal, el cardenal polaco Konrad Krajewski, que le hace de escudo.
En cuanto a los norteamericanos, Francisco destituyó sin contemplaciones al poderoso cardenal Raymond Burke, a quien Benedicto XVI había nombrado como prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica (una especie de Corte Suprema vaticana); monseñor Burke respondió que la iglesia es “un barco sin timón”. Afirmación con la que coincide la casi totalidad de la conferencia episcopal estadounidense, desde su presidente, el arzobispo de Los Ángeles, José Gómez, para abajo. Todos. O casi todos, y son los que firman los cheques con que se financia, en un porcentaje considerable, la iglesia.
Y frente a estas demandas desde el poder más duro, ¿cómo reacciona Francisco? A mi parecer, como digo arriba, de una manera valiente: redobla la apuesta, y nombra al frente de “la Suprema”, o sea, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe -el antiguo Tribunal de la Inquisición- a un cura progresista, joven, que ni siquiera usa sotana, sino unos vaqueros bastante gastados: Víctor Fernández, el “Tucho”, hasta ahora arzobispo de La Plata, a quién, además, le calzará la birreta de cardenal.
Ese cargo, el más importante de toda la estructura de la Curia vaticana, fue el que ejerció durante años Joseph Ratzinger, y desde donde saltó al solio pontificio. ¿Es lo que espera Francisco que pase también con el “Tucho”? Sería difícil, pero si los futuros cardenales electores quieren saber qué tipo de sucesión espera este papa, ahora ya lo saben.