Me cruza un llaryorista de pura cepa. Lo he visto transitar paso a paso, fiel a su líder, la sacrificada carrera de honores que depositó al sanfrancisqueño en el Panal. Hoy mi amigo flota como muchos, esperando un “cargo importante”, mientras “El 1” se rodea de nuevas relaciones (que cobran bastante mejor que los “históricos, aunque nadie se anime a decirlo en voz alta).
Mi interlocutor está exultante. Las noticias nacionales lo estimulan. Milei, dice, está en crisis terminal. Enfrentado a muerte con la vicepresidenta Villarruel. Sin las provincias, afirma, no tendrá gobierno posible. Le digo que los sondeos, según parece, muestran que mantiene apoyo. Niega la especie y anuncia: está en ciernes un cóctel explosivo, que lo terminará eyectando.
Asegura que Llaryora crece en la estimación nacional y ocupará un puesto vacante: jefe de la oposición. Le digo que me recuerda a los schiarettistas poco tiempo atrás y no puede evitar un rictus amargo cuando le nombro al ex gobernador. Cambio de tema. Le pregunto por la crisis del dengue. Comento: más de 14.000 casos en Córdoba, hacen 1 muerto cada 1.000 enfermos, que es la media mundial según la OMS. Pero le señalo que un experto de Epidemiología provincial me advirtió de un problema grave, porque la media en América es 1 muerto cada 2.000 contagiados (como volvió a poner cara de malo, eludo el nombre del informante). Y sigo: si hubo 7 muertos sobre 4.736 casos en la última semana, tuvimos 1 fallecido cada poco más de 600 infectados en el lapso, cifra estándar de un país africano (el peor en 2023 fue Burkina Faso, con 1 muerto cada 233 enfermos).
Mi interlocutor se acomoda el jopo y el saquito (típico look llaryorista, completa un jean ceñido, camisa y ausencia de corbata) y quiere hablar de política. Me cuenta que Juez y De Loredo no remontan en Córdoba y pelean por ser los nuevos referentes de Milei en la provincia. Se entusiasma al hablar de las internas entre libertarios (que esta semana presentaron papeles en Tribunales para constituir el partido en Córdoba) y, abogado como yo, me quiere convencer de votar por un ilustre compañero en una próxima elección por el sillón mayor del Colegio donde recalaron alguna vez figuras como Rafael Vaggione, José A. Buteler, Alberto Zarza Mensaque, Jorge Sappia, Domingo Viale, Edith Videla de Barone, Eduardo Cúneo, Enzo Stivala, Oscar Roger.
Lo traigo al dengue y menciono que las medidas presentadas recientemente, fueron harto livianas. Serio, me dice: “es muy importante que Pieckestainer (Ricardo, ministro provincial) y Aleksandroff (Ariel, secretario municipal) estén en la misma mesa”, dándome a entender que ha sido un logro, dadas las trifulcas que caracterizan a la gestión provincia-municipio. Contesto que independientemente de ello, lo que a la ciudadanía le interesa poco, la puesta fue superficial. Por su perfil (dos chetos provenientes de empresas de salud privada), parecen ajenos al grave problema que deben resolver. Y anunciar como gran cosa que van a separar pacientes y practicar triage (obviedad que, encima, en los hechos no ocurre en la totalidad de los nosocomios dada la incontrolable aglomeración de personas que atestan las guardias) es irrelevante para el drama que, en vez de detenerse, se multiplica (repito: 7 muertes en la última semana).
Vuelve a Buenos Aires: la Ley ómnibus ahora; dice que Milei implora por los votos cordobeses en Diputados. Le recuerdo que eso implicará adherir a sus propuestas y no ausentarse para impedir el quorum o abstenerse, deporte preferido de la senadora Vigo.
Trato de regresarlo a la realidad: le recuerdo cómo el dengue arrasó con ministros muy fuertes, como Graciela Ocaña en la gestión de Cristina Fernández, justamente por carecer de empatía con el drama. Menciono que, en otras crisis de salud, los que gobiernan se pusieron al frente. Y eso genera convicción en los ciudadanos, que deben involucrarse necesariamente en esta pelea contra el mosquito, que también es una lucha contra la marginación, la basura, la desidia. En otros brotes, insisto, el gobierno fue mucho más activo: dictó leyes, involucró ministerios, puso multas, otorgó beneficios, hizo censos, ayudó con tapas de tanques, entrega de insecticidas, capacitaciones, trabajo en escuelas, en clubes, lo que ahora no se ve.
Sin escuchar, mi amigo me habla de los gobernadores: me dice que Llaryora está un escalón más arriba de todos, y que no habrá acercamiento alguno con el PJ. Maldice a Axel Kicillof y me dice que el macrismo “se hunde con Milei”.
Me pregunta por mi hermana menor, Consuelito. Le cuento que está con dengue, con siete horas de espera en una clínica privada, donde 50 personas aguardaban, acomodados como se podía, que uno o dos profesionales de guardia los atendieran. Le pregunto por qué no se habilitan espacios grandes, como se hizo en la pandemia, con el Centro de Convenciones, el Orfeo, el Polideportivo Cerutti, que facilitarían la atención requerida (todos van a lo mismo, pudiendo hacerse pruebas de detección rápida). Cansado de mi retahíla, me dice: si sabés tanto, Pedrito Allende, ¿por qué no presentas tu CV en Salud?
Acusa una molestia y se pega un cachetazo en la cara. Un mosquito menos, me dice con malhumor. Se va sin despedirse, atendiendo una llamada en su celular.
“Es el dengue, estúpido”, me digo a mi mismo, parafraseando al comunicador James Carville, estratega clave de la exitosa campaña demócrata en las presidenciales de 1992, mientras mi ofuscado amigo se pierde entre la multitud.
Suspiro, resignado. Ni yo soy asesor político, ni por aquí campea un Bill Clinton.