1. Quizás varios de ustedes puedan dividir este año no en meses, sino en hobbies intensos, en modos de cultivar la distracción. En mi caso, el primer mes de la pandemia lo pasé en un estado de shock combinado con un pragmatismo extremo y mucha lectura de periodismo científico (algo que le recomiendo fervorosamente a buena parte de la comunidad propensa a estornudar en cualquier fuente); el segundo mes el querido cine vino al rescate, haciendo que las semanas de pavor fueran disminuidas por ese séptimo sentido que dan las buenas películas; el tercer mes fueron los rompecabezas; el cuarto mes mi ludopatía tuvo una recaída en las mesas de póker. En algún momento (pasado el arduo principio, cuando leí que posiblemente la vacuna tardaría entre 6 y 18 meses en llegar) miré mi celular y vi ese botoncito que permitía grabar mi voz.
2. Claro que no fue ningún descubrimiento. En general prefería enviar audios en lugar de mensajes de texto, prefería que los audios no se excedieran de dos minutos y, obviamente, prefería que los audios fueran una previa, un preludio de otro tipo de comunicación. Pero entonces pasó lo que todos saben que pasó y se hizo difícil ver a seres queridos, encontrarse en un mismo lugar y representar grupalmente una de esas publicidades de cerveza tan populares. Además, parte de mi familia de sangre vive en otra ciudad. No tengo auto. Entonces allá por abril, apreté ese botón y empecé a grabarme con mi guitarra haciendo reversiones de canciones que aparecían como si nada en la memoria musical. Llegué a hacer un cover de Sergio Denis (a quien jamás había escuchado con atención); llegué a tocar un tema de Britney Spears (quizás su mejor tema) y uno de los Pericos (que parece compuesto para el 2020). Después elegía a gente que podía apreciar esas canciones y se las enviaba: supongo que era un modo de pensar (y de hacer pensar) en otra cosa, de repetir otro estribillo y también de encontrar un modo de compartir algo sin recaer en el formulario de preguntas pandémicas. Una de esas tardes dos amigos hicieron un video bailando sobre una reversión; otra, un amigo santafesino me respondió con su propia canción antes de acompañar a su esposa al parto. Hasta imaginé un disco de reversiones pandémicas 2020.
3. Entonces volví a mirar el botón. Y empecé a entrevistar a familiares, haciendo preguntas obvias que jamás me había tomado el tiempo de hacer, armando mi propio álbum de audios. En uno de los audios casi puedo ver a mi madre recortando revistas. Está armando su carpeta con fotos de Mick Jagger y Alain Delon. Se rebela contra sus padres, se escapa con una amiga y dos chicos a un autocine a la Capital, vuelve tarde y se liga una paliza. Se vuelve a rebelar: va a fiestas, se enamora, escribe poemas. Una noche ve alarmada como, en medio de un boliche, su padre entra en pijama, gritando su nombre, reclamando que ya es hora de volver a casa. Se acaba ese audio y la recuerdo años atrás, recostada en el sillón, dormida ahí, esperando que mis hermanos regresaran.
4. En otro de los audios mi hermana mayor me cuenta sus inicios en el fútbol buscando pelotas en los partidos que yo jugaba en la calle, entrenando conmigo en el patio trasero de una casa que finalmente desapareció. En otro audio mi hermano me cuenta como una vez hizo pollo a la parrilla con apenas ocho años y se intoxicó por una irresponsabilidad de mi abuela paterna (la parte de abajo de la parrilla era la que habíamos usado como arco con mi hermana mayor). Mi hermana menor se acuerda de mi abuelo materno, que falleció cuando ella era muy chica. Se acuerda de que la despertaba. Que tenía una expresión particular para hacerlo. Un cantito. No le digo: me gustaría haberlo grabado”.
5. Había una foto que llevábamos de mudanza en mudanza: en ella un niño que lleva mi nombre está con auriculares, dos discos de vinilo en la mano y un poster de Kiss y de Pink Floyd atrás. A los veinte años mi padre tuvo una disquería. Después se mudó a Carlos Paz y durante años fue Dj Silencio. Luego llegó el divorcio y el regreso a su tierra querida. Le pregunto cómo fue eso, voy buscando los hilos que tejieron su vida hasta que doy con la pregunta correcta: contame cómo fue tu relación con la música, le digo. El álbum de audios que había estado armando durante la pandemia se transforma, entonces, en un podcast de alta fidelidad en donde mi padre, semana a semana, me envía un capítulo de esa historia que incluye tocadiscos, emprendimientos juveniles, hiperinflación y toneladas de discos de vinilo. En cada uno de esos audios mi padre cuenta un capítulo de esa historia como si escribiera un libro, como si guionara su propia serie. En un momento llega a la inevitable parte triste del asunto. Uno de esos días, junto con los audios, me envía una foto: vendiendo su primer disco, el brazo en alto. Tiene un gesto que reconozco, pero que nunca le había visto hacer. El brazo en alto, como la victoria. Lo veo y estoy seguro: debe de haber uno de esos momentos en cada una de nuestras vidas. Levantando el brazo de esa manera, con tanto futuro imprevisible por delante.