A las 2 de la tarde decidimos dejar la casa de Reza, quien nos había dado refugio cuando salimos de la comisaría de Kota Agung, teníamos que evitar que se nos hiciera de noche en la ruta. Tampoco queríamos pasar otro día en ese pueblo que marcó un antes y después en nuestro viaje.
Hacer dedo en Indonesia no es fácil: las rutas son angostas, la banquina es un producto escaso, así que muchas veces terminábamos parados entre los yuyos. Pero lo peor son las motos. Siempre hay miles de motos dando vueltas, y frenan donde vos estás y te preguntan Ey Mister where are you from?” que es todo lo que saben de inglés, luego se quedan parados mirándote con una sonrisa muda. Nos alejamos del pueblo caminando, pasamos frente al destacamento policial donde la noche anterior habíamos instalado la carpa y nos habían robado, con la angustia en la garganta, pero sobre todo en los ojos, seguimos hasta que encontramos donde esperar. Unos minutos después paró una camioneta y nos llevó hasta un pueblo en donde nos convertimos, una vez más, en el centro de atención, algo que se repetiría en todo el viaje por Sumatra y a lo que nunca pudimos terminar de acostumbrarnos.
Allí estábamos, en la entrada de un pueblito que nunca ve un turista y que ese día estaba celebrando el fin de Ramadán, como toda la isla, y nosotros caminábamos por las calles de tierra con nuestras mochilas a cuestas y con cientos de ojos mirándonos.
Después de esperar un rato nos levantó otra camioneta. El camino cortaba la selva e iba escalando, el aire se ponía cada vez más fresco, dentro de todo lo fresco que puede ser Sumatra, el ambiente era húmedo por la frondosidad de los árboles verdes que decoraban la ruta a lo largo del camino y por momentos teníamos una neblina que creaba una atmósfera de película. En un momento frenaron para que el motor pudiera enfriarse. Allí desplegaron un picnic sobre la pequeña banquina; nos agasajaron con distintos tipos de arroces, con dulces y algunos platos típicos que por la amnesia post traumática ahora no podemos recordar, y los compartimos con los 10 integrantes de la familia, entre abuelos, padres, hermanos, tíos y sobrinos. Esa generosidad y simpatía por un momento nos hizo olvidar todo lo vivido en Kota Agung y pensábamos que nuestro ánimo se reestablecería.
Nosotros queríamos ir hasta Krui, un pueblo que se suponía que era muy turístico porque tiene lindas playas, y hasta allí nos llevaron.
Al día siguiente con Lu nos cambiamos y salimos del hotel dispuestos a disfrutar de un día de playa, solo nos faltaba el balde y la palita. Llegamos a la playa, y todos nos miraban como si fuéramos Messi y Antonella Roccuzzo. Había muchísima gente y todo el mundo nos observaba. Las mujeres estaban con pantalón largo y remera o con vestido y la cabeza cubierta con un hijab. Lu llevaba short y musculosa, lo que la convertía en el centro de atención de toda la playa.
No íbamos a poder disfrutar de estar allí, no nos hubiéramos podido relajar en ningún momento, así que decidimos caminar por la arena hasta que encontráramos menos gente. En un momento nos dimos cuenta que un tipo con la cara regordete y muy sonriente caminaba al lado nuestro. A unos dos metros se encontraba su mujer sacándonos, no una, sino muchas fotos a los tres juntos. Le pedí que frenara, y nos siguió unos pasos más hasta que le repetí que por favor parara de seguirnos.
Encontramos un pedazo de playa en el que había una sola familia. Estresados, después de dudar qué hacer decidimos intentar relajarnos y nos metimos al agua. Lu fue rápido hasta una parte donde el agua le cubriera el cuerpo y ahí nos quedamos charlando. Conociendo el contexto no usó bikini, sino un sujetador deportivo y un short, pero en el pueblo corrió rápido el rumor que había una extranjera —una bulé— en la playa y a los pocos minutos llegaron unos adolescentes que se instalaron con expectativas sobre qué podían verle a Lu. En Indonesia está totalmente prohibida la pornografía, las mujeres locales ni siquiera pueden subir fotos en bikini, así que las expectativas de los muchachos deben haber estado bastante cargadas. Para su decepción, yo salí primero, busqué el toallón, y lo abrí tapándoles la vista mientras Lu salía. Cuando nos fuimos de la playa caminando por la ruta, pasaron unos chicos en moto y le tocaron el brazo a Lu tan bruscamente que le dolió, sin embargo, su enojo no era por el dolor, sino por las intenciones de esos hombres que la hicieron sentir asqueada. Los pibes se fueron riéndose y mirándonos.
Todo era tan incómodo que decidimos irnos al día siguiente. Entre lo del robo y lo de la playa sentimos que habíamos tenido suficiente de Indonesia y queríamos irnos lo antes posible. Recalculamos el GPS para llegar a Dumai, que es donde se toma el ferry para cruzar a Malasia.
Al día siguiente salimos de nuestro hotel, y empezamos a hacer dedo. Viajamos con un tipo por la ruta de la costa, así que teníamos mar de un lado y selva del otro. Frenó en un barcito y nos regaló un café. No hablaba casi nada de inglés, así que cambiamos algunas palabras y el resto del tiempo eran grandes silencios para mirar el paisaje. Desde el bar se veía el mar que estaba unos cuantos metros abajo, pero no era una imagen muy ecofriendly. El mostrador donde tomábamos el café daba directamente contra un acantilado, entonces la forma de limpiarlo era simple: empujaban todo para abajo, así que la playa se veía repleta de mugre, vasos, sorbetes, botellas, etc.
Nos dejó en la entrada de un pueblo, en una avenida ancha con un boulevard en el medio. El sol sonreía irónicamente mientras nos veía transpirar. Hicimos un par de kilómetros por la avenida con el pulgar extendido, pero no nos levantaba nadie. Llegamos a un negocio en el que el dueño estaba parado en la vereda cerca de una camioneta estacionada, parecía que estaba a punto de salir, le preguntamos si iba en nuestra misma dirección. Con un poquito de inglés y señas, pareció decir que sí, pero que esperáramos un minuto, y nos ofreció sillas para descansar. En ese momento llegó un señor de unos 45 años, de tez marrón, pelo largo y algo canoso, su camisa abierta dejaba escapar una panza redonda con un ombligo que se perdía en las profundidades, era alto como una puerta, y se quedó mirando fijo a Lu. Después de unos segundos, Lu se sintió demasiado observada así que cambió de lugar la silla para no darle un contacto visual directo, y el tipo se cambió de lugar y se volvió a parar frente a ella. El dueño del negocio nos dijo que no le hiciéramos caso, que estaba medio loco, como si eso pudiera tranquilizarnos, como si eso no fuera mucho más aterrador. Lu me pidió que hiciera algo, y yo, con mi metro sesenta y cinco, tuve que hacer de cuenta que podía hacer algo, me paré, inflé el pecho como un oso que intenta intimidar a otro animal, y comencé a gritarle Enough, go, go”. Y el loco, como un niño retado se alejó, y se paró a unos 20 metros, sobre el boulevard, y desde allí se quedó observando.
En una camioneta llegamos hasta un pueblo y nos dejaron en la terminal de buses, necesitábamos llegar hasta Kota Jaya para tomar un tren. En ninguna boletería hablaban inglés. La terminal estaba bastante destruida. El piso era de tierra, los carteles de todas las boleterías estaban herrumbrados, sucios, viejos. Al frente de uno de los locales había un grupo de adolescentes, le pregunté a uno si hablaba inglés, necesitaba que alguien nos ayudara a traducir, se rió y llamó a un amigo, después se sumaron todos. Entre los 10 intentaban traducir con Google y se reían, pero no pudieron ayudar. Al final en una de las boleterías nos comunicamos con el Google Translate, y nos consiguieron una camioneta que funciona como taxi compartido y que nos llevó apretujados hasta Kota Jaya.
Teníamos que esperar 3 horas hasta que saliera el tren a Lubuk Linggau. Le pregunté a un guardia si sabía dónde podía comprar algo para comer. Necesitábamos comer algo que no fuera arroz blanco ni demasiado picante. Así que un chico que trabajaba limpiando la estación agarró su moto, me hizo señas, me dio el casco, me subí atrás y me llevó hasta un puesto de comida, compré pollo y volví contento con mi novedad gastronómica, se lo ofrecí a Lu como si le llevara un ramo de flores y ella sonrió como si lo fuera.
Llegamos a Lubuk Linggau a las 3 de la mañana, entonces nos quedamos dormitando en la sala de espera de la estación. Caminar por un pueblo desconocido de Sumatra cada vez nos gustaba menos, cada vez nos parecía más estresante y nos sentíamos más inseguros. Pero al haber tan poco transporte público, no quedaba otra que volver a intentar hacer dedo.
(Continuará el martes que viene)