El sábado 31 nos despertamos con la noticia del fallecimiento de Sean Connery. Un fragmento minúsculo del mundo que conocimos en el siglo XX se ha perdido para siempre. Esos pequeños cambios que pasan desapercibidos pero que con los años y la acumulación hacen que uno termine sintiéndose forastero de su propia existencia. Entre esos cambios imperceptibles –que delatan la erosión implacable del tiempo como fuerza destructora de la naturaleza–, está la costumbre de celebrar Halloween, Víspera de Todos los Santos, Noche de Todos los Santos o Noche de los Muertos.
De chico siempre sentí cierto deseo que tengamos una tradición tan divertida, de salir a caminar disfrazados para camuflarse entre los espectros, y demonios en una procesión heterogénea y pagana. El tiempo pasó y la penetración cultural, como gota que horada la piedra, hizo que la tradición se instalara en Argentina desde hace unos pocos años, casi por la misma época que las zombie walk”.
Aunque el festejo original refiere a otras formas de penetración cultural mucho más antiguas. La celebración de fin del verano, Samhain, pasó a llamarse Víspera de todos los santos debido a que el papa Gregorio III tuvo la idea de trasladar el Día de todos los santos al 1 de noviembre (antes se celebraba el 13 de mayo, fecha instaurada en el siglo VII por el Bonifacio IV, otro papa) como una exitosa estrategia del cristianismo para absorber efemérides paganas.
La famosa calabaza tallada, conocida como Jack O’Lantern, por otra parte, tiene su origen en una popular leyenda irlandesa: un viejo y astuto granjero que logró capturar un diablo y pagó por ello. Hay diferentes versiones. En una de ellas, engañó al diablo en cuestión para que subiera a la copa de un manzano y luego talló una cruz sobre su corteza para impedirle que baje. En otra, más elaborada, Jack huía de unos aldeanos furiosos a los que había robado. En el camino se topó con un diablo, que venía a llevárselo. Jack lo tentó para fastidiar a los aldeanos, devotos cristianos, proponiéndole que se transformara en una moneda que usaría para pagar los objetos robados. Luego la moneda desaparecería, causando discordia y pleito entre los aldeanos. El diablo, entusiasmado, se convirtió en una moneda de plata y saltó hacia el bolsillo del saco de Jack. Pero allí había una cruz –robada– que le anuló los poderes, dejándolo a merced del pícaro. Jack no liberó al diablo hasta que le hubiera prometido no llevarse jamás su alma. Ambas versiones tienen el mismo desenlace: Jack murió de viejo y no fue recibido en el infierno, tal como prometió el diablo, pero tampoco en el cielo, por haber pactado con demonios. No le quedó otra que vagar por el resto de la eternidad convertido en alma en pena. Como no sabía hacia dónde ir, pidió una luz y el diablo le regaló una brasa del infierno para que iluminara su camino. Jack talló un nabo (posteriormente, una calabaza), colocó la brasa ahí y comenzó su peregrinar. Estas calabazas y nabos eran colocados en las ventanas de las casas, para espantar a los espíritus malignos. En España se hacía lo mismo, solo que con la finalidad de guiar a los espíritus de los muertos hacia el más allá. En la tradición celta, en cambio, los espíritus venían de regreso a pasear entre nosotros.
La historia de Jack tiene notable semejanza con la del viejo Miseria (al no tener lugar en el paraíso como en el infierno, el viejo Miseria terminó condenado a vagar para siempre y es por eso que nunca dejará de haber miseria en el mundo), que tiene una bella adaptación al cine en la película vasca Errementari (Alijo, 2018).
Mucho antes de que se importara la costumbre, yo adopté mi propio ritual solitario, de encerrarme a ver películas o leer historias de terror para los 31 de octubre. La primera vez fue en 1997, cuando tuve la oportunidad de conocer dos clásicos del género, que marcarían como herraje en mi imaginario personal. Por ese entonces, el Goethe Institut era uno de los puntos neurálgicos de la vida cultural de Córdoba y su biblioteca-mediateca era permanentemente transitada por intelectuales y artistas. Mi programa doble fue el visionado de Nosferatu, eine Symphonie des Grauens”, de F. W. Murnau (1922), la primera adaptación al cine de Drácula, cuyas copias la viuda de Bram Stoker intentó hacer desaparecer para siempre. A pesar de su antigüedad –o, quizás, gracias a ella– esta película es a mi criterio la versión más aterradora que se haya hecho. La irrealidad onírica de esas calles asoladas por la peste que trajo el vampiro; ese conde Orlock que no parece humano ni siquiera animal, sino una garrapata demoníaca y hambrienta; los movimientos acelerados del viejo cine mudo, la fotografía expresionista que parece dar vida a las pesadillas de Alfred Kubin y, sobre todo, el silencio intrínseco a la tecnología de la época, hacen de este film una obra de culto que todos deberíamos mirar a temprana edad, con el debido respeto. Después de ver la película, me llevé a casa el libro Nocturnos” (1816), de E. T. A. Hoffmann. Era una edición bellísima, en tapas duras, editada por Anaya en 1987 y con ilustraciones de Paul Gavarni. Una pieza de colección, hoy inconseguible incluso en la web. El libro abre con El hombre de la arena, que es el famoso cuento que utilizó Freud para ilustrar la idea de lo ominoso (unheimlich) en su ensayo sobre lo siniestro (1919). El resto de los cuentos oscilan entre historias góticas bien elaboradas (El mayorazgo), casas misteriosas (La casa vacía), pactos demoníacos (Ignaz Denner) o sobre artistas perturbados que encuentran la perdición en su obsesión por lo bello y lo sublime (La iglesia jesuita de G*). El libro es una piedra basal de la tradición fantástica y de terror en el cuento, siendo el antecedente más inmediato de la obra de Poe, además de inaugurar una tradición del fantástico alemán que después sería recreada morbosamente por autores de comienzos del siglo XX como Meyrink, Strobl, Ewers, Kubin, todos ellos nucleados alrededor de la revista Orchideengarten”, tal vez la primera publicación pulp de la historia.
El sábado salí a comprar un vino para acompañar la cena y, más tarde, las películas elegidas para la ocasión. En la calle, después de tres o cuatro días sin salir, me sorprendió la polvareda levantada por los grupos de niños disfrazados, que deambulaban al atardecer escoltados por sus padres en un intento de recolectar golosinas entre los negocios cerrados y los vecinos atrincherados en la desconfianza después de numerosos robos. Pensé en la fantasmagórica Wiborg de Nosferatu, vacía después de la plaga, y también en los cortesanos del príncipe Próspero, encerrados durante la peste, de La máscara de la muerte roja”, de Poe. El espectro de la enfermedad y la muerte deambula entre nosotros y los niños se disfrazan con atuendos y barbijos, recreando una vez más tradición, superstición y prevención en una época desolada y confusa.