Trabajo para don Augusto desde que dejó el ingenio y vino a esta casa con sus siete hijos. Durante los primeros años, Augusto salía a la mañana y volvía con un paquete de la carnicería que, según me dijo una vez, lo preparaban exclusivamente para nuestra familia. Me lo entregaba y yo cocinaba la carne al horno con sal y sin ninguna clase de agregados. Cuando estaba lista la colocaba en una bandeja de plata y la llevaba al salón. La apoyaba en una cómoda, siempre sin cortarla porque ese era el rito de don Augusto, mi patrón y padrino de mi hija, Martita. Augusto agarraba la fuente, la ponía delante de él y, sosteniendo firme con el tenedor, cortaba las porciones para repartirlas entre sus hijos. Los muchachos levantaban los platos casi al mismo tiempo. Algunas veces dejaban caer una gota de jugo sobre el mantel y yo, para mantener la belleza del momento, les pedía que no se detuvieran.
—No importa, después limpio —les decía y me quedaba en una esquina para verlos. Comían de una manera encantadora: cerrando los ojos al masticar, con esas mandíbulas fuertes, que marcaban cada uno de sus músculos. Siempre fue un honor trabajar para ellos, incluso ahora que escasea la carne. Cuando terminaban de comer, yo levantaba los platos y los llevaba a la cocina, donde preparaba unos huevos hervidos o unas verduras para Martita y para mí. Con eso nos bastaba a los dos.
Lo recuerdo no porque tenga hambre, sino por el dolor que me causa verlos así de flacos. Pasaron tres días desde la última vez que Augusto vino de la carnicería. Esa mañana tomó el último candelabro del fundador y me pidió que le sacara brillo. Martita jugaba al lado mío, mientras yo, con un paño, hacía desaparecer los manchones grises de la plata. De a poco, se podían distinguir los detalles de tigres que perseguían a gacelas a lo largo de los tres candiles. Cuando terminé de sacarle lustre, Augusto lo puso en una caja y se lo llevó. Volvió con una bolsa de la carnicería (una sola bolsa que, años atrás, no hubiera alcanzado ni para media cena) y me la entregó, diciendo que la cuidara bien. Yo no le quité la grasa para que no se perdiera nada. Apenas estuvo lista, llamé a Juan, el mayor de los muchachos, para que untara un pan con el jugo que debía desechar. Esa noche, Augusto se sentó en la cabecera de la mesa mirando a sus hijos, con satisfacción. Fue la última vez que cociné hasta esta noche.
Martita tenía poco con qué divertirse en esta casa, pasaba las tardes deambulando como una sonámbula por los pasillos, sosteniéndose en los desniveles de las puertas o viendo sin decir una palabra como los muchachos entrenaban o peleaban agarrándose de los hombros. Quizás esta casa no era lugar para una nena como ella. Nació con los huesos tan delicados, que podría haber sido una bailarina, pero sus piernas apenas lograban mantenerla en pie. A veces, Martita perseguía a Juan o a Lucas para jugar con ellos, pero nunca los alcanzaba. Cuando yo limpiaba el salón, ella cruzaba sus piernitas y, sentada sobre una de las alfombras, jugaba con unas muñecas que Augusto le había regalado cuando cumplió cinco años. En la época en la que los adornos de plata colmaban el salón, yo pasaba horas limpiándolos, pero poco a poco fueron mermándose hasta que no quedó ninguno. Desde ese momento, mi trabajo se concentró en la cocina.
Las habitaciones delanteras se vendieron entre el nacimiento de Martita y la muerte de mi esposa. Fue la primera amputación de la casa, que hoy se limita a uno de los tres patios que tuvo originalmente. En los cuartos de adelante se construyeron negocios a la calle, uno de ellos vende lencería y ropa femenina, la fragancia del desodorante de ambiente interrumpe el olor de los habanos de Augusto que impregna las paredes.
El pasillo y el segundo patio se transformaron en una galería con cafés y mesas que dan al patio de marquesinas. Los ruidos de zapatos que pasean por el antiguo jardín interno me levantan de la siesta cuando ya no hay nada que cocinar o limpiar. Ahora, para entrar a la casa hay que cruzar la galería, los cafés para turistas, los locales de ropa hasta una puerta que disimula la casa de Augusto y de los muchachos. Sólo quedan los salones en los que durante los tiempos del fundador vivía la servidumbre. O al menos, eso es lo que me contaron. La venta de los cuartos sirvió para varios años de buena carne, lomos y bifes. Pero los muchachos, poco a poco, se tuvieron que acostumbrar a los cortes menos consistentes. Ahora, siento nostalgia de las sobras que les dábamos a los perros de Juan que murieron hace varios años.
Por eso, él ya no sale a cazar, dice que sin sus perros ya no es lo mismo. Salía con Augusto y, desde chiquito, le encantaba mostrar su fuerza. Marcaba los cuises con una jota que brotaba roja del pelaje. Yo los cocinaba en escabeche, con zanahorias y cebollas que después tenía que quitar de los platos. Los muchachos las separaban y sólo comían los trozos de la carne blanca que se deshilachaba. A veces pienso en los cocineros que trabajan para otras familias, ellos pueden preparar lo que sea, mezclar verduras, frutas, servir ensaladas; pero la belleza de mi familia depende de la carne. De los siete, Juan es el más hermoso, tiene las cejas anchas, partidas por una cicatriz que se hizo a los catorce años, intentando matar a un jabalí a cuchillo limpio. Esa tarde, mientras le curaba la herida, nos contó que el animal lo embistió y él trató de alcanzarlo, pero el jabalí huyó hacia lo profundo del monte. Cuando mi esposa estaba embarazada de Martita, yo quería que fuera un varón y se pareciera a Juan. Imaginaba a mi hijo fuerte, saliendo a cazar a cuchillo con mi patrón y los muchachos. También sabía que Augusto iba a ser su padrino, para que poco a poco se pareciera a ellos. Pero nació hembrita y creció con las manos y las piernas más finas y delicadas que he visto.
Mi esposa murió dos años después de dar a luz. Vinimos a trabajar juntos y entre los dos repartíamos las tareas con tal equilibrio que me hacía pensar que eso no podía durar demasiado tiempo. Ella limpiaba y yo cocinaba; en las tareas que exigían algo de fuerza yo la ayudaba y en las preparaciones que necesitaban un toque femenino ella tomaba mi lugar. Pero el cáncer de útero avanzó lentamente hasta que me dejó sin esposa y yo tuve que ocuparme de todas las tareas, cocinero y mucama. Cuando Martita creció, ella me ayudaba a limpiar los lugares donde no llegaba, mirándome con esos ojos grandes que más que mirarte, te atravesaban. Salvo por unas pocas palabras, prácticamente no hablaba. El médico me dijo que le faltaba hierro, pero en esa época ya escaseaba la carne para el patrón y los muchachos, así que difícilmente hubiera sobrado algo para ella.
Hace tres días que no cocinaba, los muchachos comieron los restos de la carne sin sentarse a la mesa. Pasaban por la cocina, abrían la heladera para cortar una feta de lo que había sobrado y se la llevaban en la mano, dejando caer el jugo sobre el piso. Al segundo día las sobras también se terminaron, limpié la asadera cuando Juan sacó un pedazo de cartílago y lo empezó a masticar con fuerza. Me dio lástima pasar la esponja y ver cómo se perdían las fibras chamuscadas en el fondo de la bandeja. Cuando Lucas entró y vio que su hermano estaba masticando, le dio un empujón que lo tiró sobre la puerta de la cocina.
—¿Qué estás comiendo?
—Qué te importa— le contestó. Lucas, más alto que su hermano, pero no más fuerte, abrió la heladera y vio el revuelto de zapallito y huevo que ocupaba un estante en la heladera. Juan le cerró la puerta en la cara y ambos empezaron a forcejear, mientras yo miraba desde una esquina. No sabía si detenerlos o dejar que continúen peleando. No lo hacían con diversión como antes, sino con furia, con el deseo de eliminar al otro, como dos animales en celo. El espectáculo se interrumpió cuando entró Augusto.
—Párenla los dos —les dijo y los hermanos se soltaron. Pero yo sabía que Juan no iba a quedarse así. Se acomodó la ropa y miró a Augusto con el enojo del hambre. Le contestó que no podían seguir como estaban, que él se iría de la casa y buscaría un trabajo. Y como si fuera el primer paso de su partida, se fue de la cocina dando un portazo.
Augusto se quedó en silencio parado entre la heladera y la mesada; después volvió a su pose orgullosa de siempre.
—No lo dice en serio. Está jugando —me dijo tratando de calmarme. Limpié la cocina cuando todos se habían ido y traje a Martita que se había escapado cuando escuchó el primer golpe.
Ayer, a la hora de la cena, los muchachos se callaron. Apagaron el televisor y dejaron de entrenar. Esperaban que Augusto los llamara a la mesa. Cuando se dieron cuenta de que no iba a suceder, volvieron a pelear y prendieron la tele con el volumen a tope. Augusto agarró el último habano que le quedaba y se lo puso en la boca. Lo llevaba sin prender para todos lados, jugando entre los dientes, para retener el gusto áspero del tabaco. Anoche, le sugerí que vendiéramos los muebles que quedaban, pero Augusto me dijo que no lo iba a hacer y nos miró a Martita y a mí, como si fuéramos dos invasores que no pertenecían a la casa.
Los muchachos no hicieron ningún ruido desde la mañana. Cuando limpiaba una de las habitaciones, sentí miedo de que Juan se hubiera ido. Sólo Santiago, el menor de los muchachos, apareció a la hora del desayuno y abrió la heladera como si fuera a aparecer algo por arte de magia. Mateo sacó una cucharada del revuelto de zapallitos que comimos Martita y yo. Después tuve que limpiar el escupitajo verde que dejó en el lavado del baño. A la tarde, lo único que se escuchaba era la música de la galería y el local de lencería. Juan apareció en la cocina con su morral en el hombro. Me dijo que ya no aguantaba más y quería despedirse. Lo vi con las ojeras profundas, la cara consumida y su mandíbula perfecta que parecía un rectángulo limpio de piel y huesos. Me paré entre él y la puerta para rogarle que no se fuera. Por eso lo decidí, no podía dejar que siguiera enflaqueciendo así.
La vi a Martita, que caminaba sola por el pasillo haciendo equilibrio con sus piernas flacas. La agarré por las axilas, miré sus ojos enormes y supe que ella lo entendía perfectamente. Ella sabía que no era por mí, si yo no tengo hambre, pero no podía aguantar ver a los muchachos así, perdiendo el color, perdiendo la fuerza.
Desde que saben que estoy cocinando, cada uno de los siete ha pasado para preguntarme cuando estará lista la cena. Augusto se paró en la puerta corrediza que separa el comedor de la cocina. Está ahí y ahora mira con cara de satisfacción como dándome las gracias. Busca una cajita de fósforos que guarda en el bolsillo, se acomoda el habano y lo prende.
Salvador Marinaro
(Salta, 1988) Es periodista y escritor. Publicó el poemario Sinfonía de Mareados (2010) y la colección de relatos Una tristeza decente (Nudista, 2018). Actualmente, reside en la ciudad de Shanghái (República Popular China) donde brinda clases en la Universidad de Fudan y codirige la revista de cultura china en español, Chopsuey.
Entre otras distinciones, obtuvo los premios Azucena Villaflor de las Madres de Plaza de Mayo (línea fundadora), Filosofía Sub-40 para ensayistas jóvenes y el Premio Regional del Noroeste Argentino. Ha colaborado para medios como la Revista Anfibia, Ñ, Brando, Página 12 y The New York Times.
Autor de prosa austera y precisa, Salvador Marinaro nos presenta con Carne una crónica del progresivo empobrecimiento de un grupo familiar y sus sirvientes hasta el extremo de caer en la más brutal abyección.