«Me inspiró ese ejercicio que hacemos en terapia cuando revisitamos los hechos de la infancia y nos ponemos en el lugar del niño que fuimos para recordar cómo se veía todo desde ahí», confiesa la escritora colombiana Pilar Quintana sobre cómo, después de años de trabajo y muchos borradores, logró dar con la voz lúcida de la niña narradora de «Los abismos», la novela ganadora del premio Alfaguara, un relato de atmósferas inquietantes y silencios familiares.
«En el departamento había tantas plantas que le decíamos la selva», cuenta Claudia e inaugura un clima familiar frondoso, lleno de capas de sentido, que encuentra un correlato con el paisaje de la Cali de los 80. Claudia cuenta cómo su madre, mucho más joven que su padre, se las ingenia para ocultar una depresión sobrellevada a fuerza de whisky, persianas bajas y revistas del corazón, pero también de enamoramientos. Y asiste, con las limitaciones y los destellos de la mirada de una niña, a los distintos tipos de opresión que han soportado las mujeres. Claudia y su madre comparten, además, el nombre. «Tocaya», les gusta llamarse.
«Terminé el manuscrito final el año pasado, pero sabía que me faltaba pulir detalles y frases y corregir escenas. En marzo, cuando empezó la pandemia, trabajar me permitía escapar de una vida real llena de muertos y mascarillas. En mi mundo, que de alguna manera era el de la novela, eso era imposible», cuenta la autora sobre cómo fue cerrar «Los abismos» durante el aislamiento, que envió al concurso con el seudónimo «Claudia de Colombia» y que resultó ganadora entre 2.428 manuscritos, cifra récord para el Alfaguara.
– ¿Cómo lograste dar con una voz de niña tan afinada? El nivel de conciencia y elaboración que tiene sobre lo que pasa va creciendo a lo largo de la novela.
– Pilar Quintana: Me costó mucho encontrar a la narradora, era una apuesta arriesgada. Hay ciertas claves que permiten saber que Claudia no narra en presente, que ha pasado tiempo. No queda claro cuál es esa distancia, no sabemos dónde está ella hoy. Me inspiró ese ejercicio que hacemos en terapia cuando revisitamos los hechos de la infancia y nos ponemos en el lugar del niño que fuimos para recordar cómo se veía todo desde ahí.
– «La perra», tu novela anterior, la escribiste en el block de notas de un celular mientras amamantabas. ¿Cómo fue la instancia de escritura de esta última novela?
– Empecé a escribirla recién cuando pude reconquistar el espacio de ser humano, que estaba muy tapado por mi rol de mamá. Trabajaba en «Los abismos» mientras Salvador estaba en el colegio, después almorzaba y salía a correr. La cuarentena, en ese sentido, fue muy difícil porque volví a perder ese espacio. Al principio, casi me enloquezco porque si bien pasaba mucho tiempo encerrada y en pijama trabajando en la computadora, salía a correr. Cuando abrieron, sentí un alivio: si me dejaban ir a correr podía ser buena madre, buena esposa y buena escritora. El cierre del colegio también me afectó porque terminar de escribir con el niño en la casa fue muy complicado.
– La madre de Claudia también lucha por conquistar un espacio vital más allá de su rol de madre. El día que se viste para ir a trabajar es todo un acontecimiento.
– Me interesaba desafiar la idea más abstracta de la maternidad, aquella que sostiene que la madre es un ser magnífico, dulce y que ama a los hijos por sobre todo. Y también esa idea del sacrificio, que sus hijos están por encima de lo que ella quiere y que es feliz así. Esa idea de la madre perfecta no la conozco en la realidad, ni entre mis contemporáneas ni en las madres de los 80. La distancia entre la idea de la maternidad y la maternidad real es dañina. Fui madre cuando tenía 43 años. Lo busqué, estaba preparada, tenía una pareja y una estabilidad económica y, aún así, es difícil. Si bien llegué a esa instancia sabiendo que existían esos desafíos, sentí que me habían ocultado la verdad. Las madres son juzgadas cuando se atreven a nombrar los desafíos que enfrentan.
– La madre de Claudia acude a la lectura compulsiva de revistas de la farándula y el corazón para escapar, le permite retirarse del mundo pero también acceder a la vida de personajes inalcanzables. ¿Es una suerte de homenaje velado a la lectura?
– En las revistas aparecen unas mujeres hermosas y glamorosas que mueren en extrañas circunstancias. No sabemos si las mataron, si se suicidaron, pero funcionan como las redes sociales: ventanas a las vidas de los ricos y famosos. Vemos una foto de una pareja magnífica en una foto y a la semana aparecen divorciados.
Quintana estudió Comunicación y durante años trabajó como redactora publicitaria y, después, como guionista de telenovelas. Cuando finalmente hizo una apuesta por la ficción, llegaron los reconocimientos. En 2007 fue seleccionada por el Hay Festival” entre los 39 escritores menores de 39 años más destacados de Latinoamérica. En 2010, recibió el premio de novela La Mar de Letras por «Coleccionistas de polvos raros». En 2017, publicó «La perra» (2017), que fue traducida a varios idiomas, y resultó ganadora del premio de Narrativa Colombiana en 2018 y finalista del National Book Award en 2020.
– ¿Qué marcas dejó en tu escritura tu trabajo como guionista de televisión?
– Los guiones de telenovela fueron mi escuela porque en ese momento no había talleres de escritura creativa. No como ahora que hay un taller en cada esquina. Tampoco había carreras, ni maestrías, ni doctorados. Entonces, un poco el camino para convertirse en escritor lo tenía que hacer uno mismo leyendo la literatura disponible. Ser guionista de telenovelas me dio las bases para contar una historia de manera efectiva. Me enseñó la estructura dramática en tres actos, clásica. En aquel momento escribía una serie juvenil y una telenovela del mediodía y, si bien no era un producto ni literario ni era bueno ni maravilloso, comprendí que con esa estructura podía también tejer un libro. Tras esa experiencia, siempre les recomiendo a los aspirantes a escritores que tomen un curso de guion o que escriban guiones.
– Si uno mira el mapa de la literatura latinoamericana actual, encuentra una escritora referente en cada país. ¿Casualidad? ¿A qué lo atribuís?
– ¡Al trabajo de todas las mujeres que nos precedieron! Es difícil evaluar el campo literario actual con un pie adentro. Creo que en 50 años vamos a entender mejor, pero definitivamente algo está pasando. Leer a estas mujeres del «boom» me resulta extraordinario. Son los libros que se han quedado conmigo. Las leo y me dicen cosas que me importan y me gustan. Me resulta un descubrimiento equivalente a la primera vez que leí a Borges. Soy colombiana y me suelo preguntar cómo narrar el afuera, el conflicto y la violencia. Leerla a ella me mostró una manera en la que podría hacerlo porque no hago esa «literatura del afuera» y sí me interesan las historias pequeñas e íntimas, y ella logra desde un punto de vista personal contar la violencia del afuera. Su literatura me parece profundamente iluminadora. Me gusta mucho Mariana Enríquez porque narra el terror de los 80 y de los 90. Con ella me pasó lo mismo que sentí cuando era adolescente con Andrés Caicedo. En su libro «Qué viva la música» la protagonista es una alumna del liceo Benalcazar, el colegio en el que estudiaba yo. En el final del libro dice «así es como una exalumna del Liceo Benalcazar se convierte en puta». Cuando leí eso no podía creerlo. Eso hace Mariana conmigo: logra narrar las cosas y los miedos de mi generación y convertirlos en literatura.