En el museo del Prado, un hombre observa atentamente un cuadro que representa a una joven oliendo un ramo de flores. Es un cuadro de Brueghel el Viejo, y se titula “El olfato”. Lo que llama la atención es que el buen señor ha pegado su nariz al cuadro, y también huele extasiado el ramo. ¿Es un excéntrico, un maniático, un detallista a ultranza? Pues no. Porque con la intervención del perfumista Gregorio Sola, y la ayuda de la tecnología olfativa AirParfum, se han vinculado fragancias con elementos presentes en la obra.
El museo madrileño propone, así, una experiencia diferente: mirar y oler aquello que la pintura representa: flores, lirios del campo, una taberna, la piel de una joven, una pipa humeante, bajofondos, un cadáver diseccionado, el incienso en una iglesia, etc.
Volvamos al sur. Ahora estamos en Luján, provincia de Buenos Aires, una ciudad pequeña, de amplias veredas, una plaza del centro con su estatua y su iglesia, casas con balcones y otras más humildes, niños en la vereda, negocios de moda y algunos muy antiguos, entre los que está la panadería Lucca, testigo y memoria del viejo pueblo. Es la sobreviviente más antigua del país, fundada por Ángel Lucca en 1875, un inmigrante italiano que, soñando con el bienestar y el futuro, legó a su familia el oficio y el negocio.
Ya en la quinta generación de descendientes, Marcos, al frente de la panadería, tiene muchas historias para contar. Historias de la familia, de las alegrías y dificultades ligadas a los altibajos del país, la vida de los abuelos y bisabuelos y los cambios de moda de los productos. También puede hablar de la gente que se acerca extasiada a la puerta para oler, como el visitante del Prado, las ocho notas clave del pan fresco, o las doce del pan dulce en Navidad.
Seguramente huele como una vieja panadería de Unquillo. Me detuve allí hace unos años. Es una edificación muy antigua, con paredes de ladrillos y aspecto muy modesto. Tiene una gran puerta de madera, a la que se llega casi trepando por unos altos escalones. Sólo poner un pie en el primer escalón y un golpe de infancia te sacude como para que a nadie se le ocurra echarse atrás. Es el mismo aroma del horno de leña de una panadería de mi pueblo, a donde me mandaban casi a diario a buscar el pan. Mi recompensa era volver despacito, pellizcando la masa caliente y fragante del pan recién horneado.
Era la época en que mi abuela decía: “El pan no se tira porque es de Dios”. La época de una España pobre, que Almudena Grandes recuerda: “Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias”.
A propósito de literatura y aromas, está “El perfume”, de Peter Suskind, claro. Y la película hecha por el director alemán Tom Tykwer. También está el cuento de Berhard Schlink que justo tengo entre manos, donde el narrador recuerda el olor de la ropa de una amiga de su madre cuando, abrazándolo, solía meter al pequeño “debajo del abrigo y envolverlo en el olor embriagador de su perfume”.
Y el mismo tema se aborda en la película “Todo el mundo quiere a Jeanne”, de Céline Devaux. Con una morosidad propia del cine francés, la protagonista recorre el departamento de su madre recientemente fallecida. Su estudiada indiferencia se evapora cuando abre un placard y pega su nariz a un saco blanco que guarda el olor a la piel y el perfume de la ausente.
No hace falta explicar mucho, porque la ciencia ya ha demostrado que el sentido del olfato está íntimamente ligado a la memoria y ejerce como disparador de las emociones, se vuelve referencia de un tiempo ido que vuelve a aparecer. Porque los olores son, según dice Federico Kukso en su precioso libro “Odorama”, “máquinas del tiempo, alfombras mágicas que nos hacen viajar a mundos escondidos de este mundo, a otros tiempos y lugares, a dimensiones ocultas o aún no cartografiadas de nuestra realidad”.
Hace poco, la National Geographic publicó un artículo sobre unos antropólogos que encontraron, en Egipto, la casa de un fabricante de perfumes. La nota habla de fragancias y de mezclas, algunas de ellas aún vigentes, y lleva el sugestivo título de “El perfume de Cleopatra”. Da como para preguntarse qué perfume usaría la famosa reina del Nilo, las sacerdotisas del oráculo de Delfos, la reina de Saba, Livia Drusila en la antigua Roma, la vikinga Lagertha -que peleó junto al rey Ragnar-, Catalina La Grande o Madame de Pompadour.
Y por estos lados, sólo por poner a andar la imaginación, cómo olerían las princesas incas, las amazonas que imaginaron Colón y Hernán Cortés, la Delfina, la Macacha Güemes, Manuelita Rosas, Amalita Vélez o las anarquistas que tenían como lema: “Ni Dios, ni amo, ni marido”. Entre tantos NO, vaya a saber si se tentarían de vez en cuando con algún perfume.
Así como hay una Academia de las Letras, una Academia de la Lengua, o una Academia de cine que entrega Oscars, una Academia de Ciencias y otra de Historia, una academia para aprender a manejar y otra para estudiar inglés o francés, una academia que se llama “del Cangrejo” y otra “Mentes futuras”, hay también una Academia del Perfume, que entrega anualmente premios a las mejores fragancias y cuenta con un jurado conformado por el grupo de élite de los perfumistas del mundo.
Esta gente de buenas narices sostiene que “hay perfumes que dejan una huella imborrable en la memoria olfativa universal y que nos siguen acompañando pasados los años, manteniéndose vigentes en la actualidad. Encapsulan un cúmulo de recuerdos, momentos felices, secretos y pasiones para miles de personas en todo el mundo y sus méritos artísticos los hacen merecer un puesto destacado en el paseo de la fama”. Fama perfumística, se entiende. De lo que venimos a enterarnos sólo haciendo un clic.
Porque todas estas historias tienen una consecuencia temporal: expulsan el tiempo de esa trayectoria cotidiana que vivimos como lineal, y recuerdan que, allá a lo lejos, sigue resplandeciendo algo, aún en su pura ausencia, cuando “éramos los otros de nosotros… y eran todo y tanto,/ el gusto, el tacto y el olfato”, como dice un poema de Sonia Rabinovich.
Resplandecen como partes de un autorretrato, la cocina de la infancia, el limonero del patio, las lechugas, el perejil y la albahaca de la huerta, las uvas negras en la parra del vecino, las rosas y jazmines en la plaza, el cigarro del abuelo, el café y las tostadas de la mañana, un ropero con naftalina y una estola de piel, la lluvia sobre la hierba del verano, el consultorio del dentista, el alcanfor para no enfermarse, los caramelos de azúcar quemada, la primera experiencia del mar.