«Cassette virgen», además de ser una imagen retro en nuestro imaginario que remite al soporte para grabar sonidos predominantes en la década del 80, es el título del nuevo libro del escritor argentino Edgardo Scott, quien reside en París, pero en cuyo texto están presentes los recuerdos del conurbano bonaerense, sus lecturas y sobre todo, la vida de un autor que va variando con los años y las geografías.
La obra del escritor, nacido en Lanús en 1978, se divide en dos partes. En la primera, la «lengua materna» es todo lo dado, aquello que lo precede y lo marca a priori. Esa lengua materna es para Scott la que le da la primera violencia de la cultura: ahí están los relatos de algunos personajes de su infancia, su primera muerte familiar, incluso la guerra de Malvinas o el aprendizaje del inglés, siempre dentro del marco familiar y cultural en el que creció. Por este motivo el libro cierra con un relato que se llama «77», el año previo a cuando nació el autor.
En la segunda parte, anclada en la «lengua extranjera», aparece más declaradamente lo «extraño», lo que irrumpe, lo incómodo. Por eso esta parte comienza con el relato de un sueño que tuvo el escritor con Ricardo Piglia.
«Increíblemente fue el puente para conocerlo: me acuerdo de que en una presentación estaba Ricardo y yo me acerqué y le dije, ‘sabe que tengo un cuento donde sueño con usted’. Piglia después muy generoso conmigo», relata.
Scott es el traductor de la última edición de «Dublineses» y ha publicado las novelas «No basta que mires, no basta que creas», «Luto», y «El exceso», la colección de cuentos «Los refugios» y el libro de ensayos «Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos».
– Además de una imagen retro ¿en la idea de «cassette» aparece la oralidad, la música, lo que se puede recuperar?
– Edgardo Scott: El libro se llamaba «Nombres propios», como uno de los cuentos. Pero con el paso del tiempo ese título me dejó de gustar para comprender todos los relatos. No sé cómo apareció «Cassette virgen», sólo sé que desde el primer momento me fascinó. Ese tipo de chispas que uno después tiene que tratar de justificar o explicar, o defender. Lo «retro» entonces venía de una manera muy orgánica, porque además de que hay varios relatos con evocaciones de infancia, también todo lo musical es una dimensión del libro. Lo «musaico», incluso; es decir, ese plano de la inspiración que está tan ligado a la forma, a la voz, al misterio, a todo lo que no es ni argumento ni tema. Y a diferencia de las novelas donde para mí siempre se impone lo político, para los cuentos o relatos, el misterio es la guía, ¿Por qué me acuerdo de esto, de dónde sale este personaje o esta situación que insiste tanto, etc.? Esa clase de preguntas. Y como digo en esa especie de prólogo o primer relato, también de las lecturas que más me tocaban en ese momento, cuando empecé a escribirlos, hace más de diez años.
– ¿Hay un puente geográfico, lingüístico y literario que separa en dos el libro?
– E.S.: Claro, lo de las dos partes, «Lengua materna» y «Lengua extranjera», ya estaban antes de que me fuera a Francia. Es muy loco, pero bueno, siempre la literatura tiene bastante de adivinación o presagio sobre la vida, salvo que generalmente no lo sabemos leer o descifrar a tiempo, siempre después.
– ¿La idea de un soporte de grabación funciona en tus relatos como un recuerdo que emerge de esa audición/lectura?
– E.S.: Claro, pero siempre es un recuerdo –un poco, como decía Freud– «encubridor». La maquinaria del recuerdo es una maquinaria erótica. Todo recuerdo es intencionado del presente. Ese movimiento doble creo que está en el libro. Si no cualquier retrospectiva se vuelve falsa. Y en ese sentido creo que me ayudó el hecho de que estos relatos surgieran uno por uno, arbitrariamente, a partir de la voz en primera que evocaba o de personajes del pasado, como toda una ficción.
– Formás parte de los escritores argentinos que se radicaron en París.
– E.S.: Bueno, yo llegué a Francia a la misma edad que Cortázar, o sea grande. Saer era más joven, Copi ni hablar. Es toda una experiencia vivir «afuera» y en otro idioma, en otra cultura. Además, la cultura y la lengua francesa son muy cerradas, muy fuertes. Siempre digo que Francia, que inventó la República moderna, en la lengua sigue siendo monárquica. Entonces el castellano se volvió como un bunker para mí. Un lugar de resistencia y refugio a la vez. También lo que pasó es que el escritor argentino no tiene una conciencia muy latinoamericana. Y cuando vivís en París, por ejemplo, te encontrás inevitablemente, parafraseando a Borges, un destino latinoamericano. De acá me encanta estar cerca de escritores amigos, peruanos, chilenos, paraguayos, mexicanos, etc. Eso te cambia mucho la mirada insular que a menudo se tiene viviendo en Buenos Aires. También te hace mirar de otra manera el campo literario, nuestra industria, porque de a poco empezás a incluirte en otra. Curiosamente, Francia es tan endogámica como Argentina, quiero decir, no le presta mucha atención ni al resto de Europa y mucho menos al resto del mundo. Así como Argentina no le presta atención a la región ni, salvo algunas lucecitas de colores, al mundo.
– ¿Le das un lugar privilegiado a la emoción en este libro?
– E.S.: Es uno de los libros que más quiero, y que más disfruté escribir, quizá eso pasa también cuando un libro convive con uno a lo largo de un tiempo considerable. Hay un par de textos que alguna vez leí en público donde lo emotivo es muy fuerte. Eso me gusta, porque creo que hoy en la «alta literatura» hay cierta fobia o rechazo de la emoción. Un poco por lo que decía Luis Gusmán hace unos años, cierto «abuso del procedimiento», pero también porque todos los escritores ceden a lo programático, a una idea previa de lo que hay que escribir o de la imagen a dar. Eso también tiene que ver con la profesionalización del escritor. Me parece que la literatura es siempre amateur, es siempre tentativa, conjetural e imprevisible. Entonces la emoción es un motor y una pista a la vez: el relato sobre Malvinas por ejemplo surge de una emoción rara en torno a la memoria de Malvinas, sus monumentos, sus placas, sus homenajes; una guerra que sucedió cuando yo tenía cuatro años. La literatura funciona así, va procesando y transformando las emociones personales en representaciones sociales muy duraderas. En ese sentido sigue siendo la única que pelea en desigualdad de condiciones con el Estado. Ni con el periodismo ni con la Historia. Por eso hoy la literatura que sigue ligada a la poesía es un lugar anacrónico y de resistencia. Ojalá estos relatos vayan por ahí.