“La sed al beber, una aleación de jaguar y selva”, leemos en el segundo poema de “El desvío era la órbita”, que trazará de principio a fin un surco de atenta comunión, donde los gestos, las quietudes, las premuras y las pesquisas son el motor que pone a funcionar la poética de Pablo Carrizo. Escrito en forma de pequeños -por lo breves, pero aún así por lo íntimos- poemas en prosa, algunos de una o dos líneas, el artificio no deja de cumplir su cometido: llevarnos a la relectura para acomodar las imágenes y sensaciones caleidoscópicas con que están escritos los textos.
Otro de ellos: “Un zapato abierto como una sonrisa opaca. El horizonte como raya vertical, compañía. Un solo zapato: la mitad de una isla”. Arriesguemos: los dos zapatos no completan al ser; le dan media entidad de isla. Entonces la separación es necesaria para la pretensión de unión. Carrizo deja ver que la solidaridad es un trabajo que no prescinde de la ética, pero tampoco de la curiosidad; allí afloran sus inquietudes. Este texto recuerda a aquél de John Donne: Ningún hombre es una isla/ entera por sí mismo./ Cada hombre es una pieza del continente,/ una parte del todo.” Ser parte es el trabajo.
En el siguiente poema se sustancia un modo de vida que Carrizo torna estético; hay que arriesgarse a vivir. Leemos allí: “Si peligra hay cuerpo. Se quemó vida y nace. Todas las espigas pierden proporción antes de morir. Nacen. ¿Hacia dónde nacen? Nuestra quietud indica”. Esto me lleva al motivo primordial del primer libro de Alfonsina Storni, “La inquietud del rosal”. En el poema que da nombre al título, Storni escribe que “El rosal en su inquieto modo de florecer/ va quemando la savia que alimenta su ser.” La impaciencia por desviarse del destino unívoco, impropio, nos vuelve hacedores de nuevas perspectivas en la unión con lo que nos rodea. Arriesgarse a sentir la vida voluptuosamente entera nos (des)gasta.
“En otra lengua no hay dedos, solamente manos. No se puede golpear con lo que acaricia. La palma está afuera. Allí no encuentra silencio quien no se habita”. Otro motivo es la proclama por la ansiedad de la lengua común, del planeta como cobijo, la interlocución como bandera. La caricia sólo sirve si es regalada. La especulación es la definición de la mentira en la poética de este libro de Carrizo.
Una deriva (en notas, no poemas según el autor) que se hilvana desde lo fragmentario, como describe Santiago Alassia en la contratapa. La paciencia para la elucubración de una lengua-otra que muestre sin la pretensión del sentido narcótico de la costumbre se adiestra a partir del gran uso de las sinestesias; así “La osamenta esculpe el horizonte o lo subraya. La niebla estaba pero no la oímos”.
El tiempo en “El desvío era la órbita” se percibe como tal, tiene verdadero sabor cuando se descubren las conexiones (la remembranza en verdad) que le permite al lector apostrofar la concepción lineal de ese misterio de segundos, minutos y horas. “Ya conocemos a quien llega por primera vez. Todos los trayectos son un atajo, una bifurcación. Hoy nos bebe a nosotros el remolino. El sendero que perdimos inauguró la espera”. La fraternidad espera al final de la órbita; hay que perderse para encontrarse (con el otro).
Como cierra otro de sus textos: “En otra lengua decir significa esperar la duda: hacer absorber”. En “El desvío era la órbita” Carrizo estimula a pensar que todo lo incomprensible y desconocido nos alimenta, nos da de absorber y nos hace creer, un para nada tímido sinónimo de crecer.