Todos los nombres son su nombre es una novela del origen. Raúl Vidal ha construido en esta escritura pausada pero no por ello menos frenética la imposible restitución del principio, acechado por regueros de sentido que disfrazan las experiencias epifánicas, originales. En el relato, asistimos a una genealogía familiar en 28 capítulos incrustados en medio de “tareas” que se le imponen -o se impone- el narrador, matizadas con otros textos que enmarcan una experiencia vívida que contamina la historia. Hablamos siempre en una especie de lengua extranjera para las vivencias más íntimas. Los regueros de sentido se abren sin dejar de transmitir que una historia es su siempre propia dislocación.
Un encargo. El narrador dará a rodar la historia a partir de un encargo que no puede dejar de ser una culpa. El tránsito vital de un hombre y su familia, los Vila-Mayol, ocuparán las páginas de este texto, ganador del Premio Provincia de Córdoba en 2016. Ya en el primer capítulo, y como bien señala María Teresa Andruetto en la contratapa, uno de los temas de Vidal es el del padre. Si decimos padre, intuimos al hijo. Al cierre de ese capítulo, en el ensombrecido espíritu de Joan Vila-Mayol, encontramos que “Joan ha vuelto a pensar en lo incómodo que le resulta que no exista una palabra para describir a aquel que pierde un hijo, o casi un hijo”.
Nos internamos enseguida en una novela realista; una de aventuras cotidianas, donde aquello que adviene es ecuánimemente producto del azar y las circunstancias como de las decisiones de los personajes. La prosa de Vidal, no exenta de espirales o capas narrativas y perspectivas a diversos niveles, nos lleva de la mano por una memoria que no puede olvidar un tiempo, unas horas, un día. Y si bien hay personajes -diegéticos y extradiegéticos- que cargan consigo la envergadura de las peripecias, los lugares, las ciudades latinoamericanas como europeas, sean Valparaíso o Barcelona por ejemplo, tienen un peso específico que transfieren mucha información en la constitución de los comportamientos de personajes y de la propia narración. Leemos en el capítulo 5 que “Valparaíso está hecho, piensa Joan, para que no me olvide…” ó “…las estrellas por encima del Pacífico, todavía ajenas, lo castigan de nostalgia”.
Los intervalos funcionan como posiciones que definirán la materia reconstruida que se propone como el corazón de Todos los nombres son su nombre. Los Vila-Mayol irán armando la escenografía familiar y desde ahí la novela puede leerse como un homenaje a aquellas historias decimonónicas de Balzac o Zolá, que pintan un fresco familiar que es social, con la bomba a punto de explotar n cada capítulo. En el capítulo 7 leemos que “Ciertas decisiones tienen en valor de una consigna que organiza la escena”; Vidal carga de referencias al nombre del protagonista desgranado en los de generaciones siguientes: Helena Vila-Mayol Zunz, por caso, donde no podemos rehuir del contenido del mito que rodea a la hija de Zeus, las alusiones a textos del escritor español Enrique Vila-Matas y al protagonista femenino de uno de los cuentos “de mujeres” de Borges.
La novela que habla de nombres en realidad coloca en un pedestal a una única palabra que escapa a la nominación; he allí una pequeña trampa: las mujeres (como los lugares) irán siendo cada una sola y misma mujer, como un collar de perlas oriental: así “Las palabras de la judía muestran una comunidad de afinidades con la Barcelona de Joan. Sara no habla de la ciudad condal, por supuesto; ella, no puede dejar atrás su Haifa, y esto, a Joan Vila-Mayol, se le hace un paño de agua fresca sobre sus sienes”. La conocida escena en de la magdalena de Marcel Proust aquí se vuelve una fruta que implica el sexo: “…el sólo tocar su sexo y escuchar ese opoloop en la mujer (que no puede dejar de comparar con el acto, y el sonido casi imperceptible, de abrir una mandarina y dejar inundar el ambiente con una aroma ácido y refrescante) lo atrapa para siempre”.
La posibilidad de los hijos y de los padres es recurrente en la novela. Que existan padres e hijos no implica que esa posibilidad, esa “posición”, sea o se defina; tal como si uno dijese: que existan tanta cantidad de pájaros, árboles y flores no hacen un ecosistema. Veamos el inicio del capítulo 19: “El nacimiento Juan Luis, pero sobre todo su segundo apellido, implica que Aurelia Salabert Bastos lo había reconocido como propio, teniendo así, por fin, el hijo de su imposibilidad. He aquí, entonces, otro misterio: un Lobos por un Salabert, un nombre por otro, tal vez un lugar por otro.” Y luego el zarpazo edípico, ese fantasma que aquí es la mujer; “Juan Luis, ya en el Woo-Woo, comienza a sentir algo parecido a una inexorable despedida del padre, o mejor aún, una advertencia de despedida, algo así como la sensación de que una mujer, cuando es la, siempre aparece para dejar en la sombra a los hombres que importan. La mujer es un follaje que, si no se está advertido, nunca dejará que un hijo vuelva a encontrarse con un padre.” Y a página seguida, en el capítulo 26, la conciencia como detective nos larga arena sobre los ojos (queriendo arrancárnoslos): “¿Será el destino de un hijo seguir a un padre por cuanta mujer el padre tenga?” El puente de las palabras busca restaurar lo perdido, pero nunca sabemos hacia qué dirección orientarlo debido a los regueros de sentido.
Intuyo que la novela está condensada en este párrafo: “El judío y el músico me miraron. Ambos me dieron a entender que ya estaba siendo hora que escribiera lo que nos pasaba con esa sombra alta que es artista, con esa mujer reflejo y espejismo, con esa mujer alta que era artista y que hacía más o menos cinco años nos había dejado sin dejarnos, se había ido sin irse, se había quitado la vida, nuestra vida en ella, sin pedirnos permiso.” Hay textos que nos hacen preguntas una vez concluidos, preguntas que tienen la potencia alquímica de una afirmación. En la historia de los Vila Mayol, yo encuentro la siguiente: “si algo es posible siempre y en todo lugar, ese algo es la pérdida”.