El año 1916 produjo un acontecimiento revelador para la vida artística de Georgia O’Keeffe. Nacida hacia 1887 en una remota y humilde granja de Sun Prairie, estado de Wisconsin (EEUU), a los 29 años le pidió a su amiga y confidente Anita Pollitzer que le acerque sus dibujos al carbón (titulados “Special”) al prestigioso fotógrafo Alfred Stieglitz, fundador de la legendaria galería “291”.
Situada en la 5ta. Avenida de Nueva York, era el indiscutido epicentro de ese hervidero de la vanguardia local y de sus nexos con la europea, donde además serán expuestos, desde comienzos del siglo XX, Cézanne, Picasso, Matisse, Brancusi, Rodin (cuyos deslumbrantes dibujos acuarelados de Isadora Duncan ¿inspiraron? la inicial formación de O’Keeffe) y donde también las ideas de Kandinsky contenidas en “De lo espiritual en el arte” (traducido por Stieglitz del alemán) desencadenarán adhesiones y polémicas. En particular su precepto “la teoría jamás precede a la práctica”, defendido con énfasis por O’Keeffe. Allí se abre de repente para ella lo intempestivo, esto es, la conjunción de una vocación preexistente o larvada y un destino que esa misma vocación acaso desconocía, aunque recónditamente alimentaba.
Paralelamente, O’Keeffe inicia entonces un vínculo artístico y sentimental con Stieglitz: éste organizó, desde 1925 en la “291” y en otras galerías que fue fundando, muestras anuales de O’Keeffe. No sin cierto estupor ante una apabullante originalidad, el fotógrafo veía en sus pinturas “sentimientos límpidos y espontáneos”. Sin embargo, la relación estuvo atravesada por intríngulis, malentendidos, discordias, en fin, diversas circunstancias causaron recurrentes motivos de ruptura que no afectaron la admiración recíproca como tampoco el hecho de no tener idénticas preferencias estéticas. Tras la muerte de Stieglitz en 1946, O’Keeffe conservará una íntima veneración manifestada en el deseo de obtener su aprobación al terminar cada cuadro: “Quisiera preguntarle si le habría gustado”.
O’Keeffe sobrevivirá 40 años a Stieglitz: vivió 99 años. Es cierto, necesitó todo ese tiempo para elaborar su obra a medida que surgían cada uno de los hitos reformulados ahora por la cuidada y exhaustiva exposición –comisariada por Didier Ottinger, autor asimismo de un esclarecedor ensayo, “Une modernité déviante” (Una modernidad excéntrica), incluido en el catálogo- organizada por el Centre Pompidou de Paris, y cuya duración abarca desde el 8/9/2021 al 6/12/2021.
¿Por qué dedicó O’Keeffe tantos años de su vida a una tarea que, si se acepta llamarla ímproba o tenaz, lograría un determinado objetivo, es decir, la (pseudo) satisfacción de concluirla? Cinco palabras irrumpen de golpe para responder a esta pregunta: “no podía dejar de pintar”. Su genialidad femenina (su genialidad a secas) unía una paciencia inclaudicable con la (im)posibilidad radical de concluir su obra. En resumidas cuentas, debía forjar su obra para no concluirla, buscaba dejarla sin concluir cual una forma de hacer de lo inconcluso una culminación no provisoria sino definitiva.
Esta hipótesis convoca un empecinado leitmotiv; cuando parece agotarse es porque necesita una pausa capaz de reimpulsarlo de nuevo. Ocho tópicos se suceden (siguiendo los lapsos de la zigzagueante biografía artística y personal de O’Keeffe) en esta exposición: La galería 291, Primeras obras, Hacia la abstracción, De Nueva York a Lake George, Un mundo vegetal, Huesos y valvas, Nuevo México y Cosmos. Todos ellos solicitan, a medida que son contemplados, ser reubicados; inauguran así un orden distinto y cambiante percibido físicamente en el diseño escogido para la muestra.
Todas las obras inducen entre sí conexiones, bajo las cuales, a su vez, subyace el hilo conductor de un dispositivo clave -que fue creciendo y afianzándose- y que consistió en una síntesis entre dibujo y color, ambos elementos entrelazados constituyeron la base de la sintaxis cromática que el estilo de O’Keeffe empezó a descubrir entre 1910 y 1925. Durante ese período sus pinturas fueron construyendo rasgos y matices inconfundible.
Concomitantemente, la oleada de nombres, corrientes y experiencias llegadas de Europa provocó en los artistas e intelectuales norteamericanos (escritores como Pound, e.e. cummings o Sherwood Anderson con su magistral “Winisburg, Ohio”, arquitectos como Lloyd Wright, pintores como Jackson Pollock, Donald Judd u O’Keeffe específicamente) la búsqueda no menos impaciente de rumbos diferentes para moldear orientaciones estéticas a través de una identidad nacional propia. Lo dice ella sin miramientos en 1923: “Pintar lo que yo quiero y no lo que ya hacen Cézanne o Picasso”.
Dentro de los 8 hitos mencionados antes, tres temas adquieren preponderancia dada la inserción que O’Keeffe les fue concediendo mediante soportes en los que, indistintamente, intuición y racionalidad intervinieron al unísono para cobijarlos. Flores/abstracción/desierto, tal es la secuencia; en ellos “la más poderosa imaginación se da cita”, una frase de André Breton que podría asumir el carácter de un común denominador. Las flores de O’Keeffe no son, desde luego, las fotografiadas en un drástico blanco y negro por Karl Blossfeldt, ni las oscuras flores del mal baudelaireanas, tampoco las adustas del “Herbario” de Lucian Freud, ni las que pintaba Frida Kahlo para evitar que se marchitaran.
Pero este desasosiego ante la fugacidad late de un modo singular en las de O’Keeffe. Ella asimiló como algo propio e intransferible la comparación de D.H. Lawrence: “los hombres son dioses frágiles como las flores”. El escritor inglés vivió, antes de su muerte en 1930, en un rancho de Taos, Nuevo México, donde luego, pero en Abiquiú (un caserío de 130 habitantes), también encontró la pintora “su lugar en el mundo”, según la expresión candorosamente correcta utilizada para denominarlo. Ambos compartían la armonía con la naturaleza y un ostensible rechazo al progreso material (“el maquinismo”).
¿Cuál fue el procedimiento de O’Keeffe para pintar los escrupulosos detalles de estas flores que asimismo irradian una intensa luminosidad? El de ocupar insolentemente todo el perímetro del cuadro (algo similar ocurre con huesos, piedras o valvas) siguiendo el modelo de representación de los colosales rascacielos neoyorquinos: “agrandar [las flores] como enormes edificios”. A ello sumó la técnica del blow up, es decir, la ampliación lograda al revelarse una fotografía, aprendida del oficio de Stieglitz. Al respecto, un sagaz oxímoron de Stieglitz traza un imprescindible correlato para muchas imágenes de O’Keeffe: “en fotografía hay una realidad tan sutil que ella deviene más real que la realidad”. Son las pinturas abstractas de O’Keeffe las que, inseparables de una procedencia realista, corroboran la observación anterior.
En el sentido de que el realismo no se opone a la abstracción, sino que aquél –dirá la propia O’Keeffe- se funda en la abstracción; la cual le otorga al realismo un asidero imposible de soslayar. Este contrapunto, por así llamarlo, se esparce hacia todos los niveles de su producción. Dos óleos de 1927, “Abstraction White” y “Black Abstraction”, son paradigmáticos, no desde lo verosímil ni desde los contrastes sino en función del efecto hipnótico despertado al observarlos enfrentados, tal como la exposición los exhibe. Y cuando empieza su ciclo de 40 años en Abiquiú, O’Keeffe entra con sus cuadros en la profundidad del desierto, en su sonoridad inaudible, en sus gigantescas montañas, desfiladeros, en sus vientos y tormentas, en sus nubes y cielos nocturnos. Un espacio que se volverá propio no porque las nuevas pinturas le den cabida, sino porque O’Keeffe tratará de convertirlo en el único receptáculo que su sensibilidad anhela para ellas.