Una novela breve y un libro de poemas se publican, casi al mismo tiempo, para retomar, en clave literaria, la figura de Baruch Spinoza.
Es un dato curioso, porque en el horizonte no hay efemérides significativas, ni tampoco se trata de una corriente filosófica que ocupe el centro de las reflexiones contemporáneas. No obstante, ambas obras giran en torno a la figura de este pensador díscolo, que problematizara los preceptos de la fe con las herramientas de la razón, que cuestionara el orden tradicional y se ganara, así, el rechazo de casi todas las instituciones religiosas de su época.
Pequeños grandes genios
Por un lado, “Uriel y Baruch”, de Ariel Magnus, es una novela que se detiene en la infancia de Spinoza y reconstruye la Holanda del siglo XVII, con sus rasgos de ciudad cosmopolita, en la que el desarrollo capitalista otorga un margen de libertad de culto mayor que en el resto de Europa.
El niño que recrea Magnus en la ficción destaca por su carácter contemplativo, incluso en los juegos infantiles, las bolitas y el yo-yo de saliva, que ocupan su tiempo.
Criado en el seno de una familia judía dedicada al comercio, la muerte de la madre parece moldear su carácter: entre la resignación y el enojo, a Spinoza no le complacen las explicaciones religiosas acerca de los avatares del alma una vez separada del cuerpo.
En paralelo, la novela también narra la vida de Uriel da Costa, otro miembro del pueblo judío hostigado por cuestionar la autoridad rabínica y a quien se considera un antecesor directo de Benedicto (Baruch) Spinoza. Ya en las primeras páginas aparece su figura, protagonizando una escena cruel: la de un hombre al que le escupen en la cara.
La minuciosa descripción de la saliva que recorre un rostro indefenso es aún más humillante cuando se sabe que ese hombre ha aceptado, voluntariamente, estar ahí, tirado en el suelo, en un horroroso ritual, para volver a ser aceptado por la comunidad luego de desafiar a las autoridades con una propia exégesis bíblica.
Los cuestionamientos de Da Costa a la hipocresía de los rabinos, a las leyes que no se encuentran escritas en la Torá, a los intereses económicos que subyacen en ciertos preceptos y, en particular, a la inmortalidad del alma, se enlazan con las preocupaciones del Spinoza adulto. Pero son otros los motivos que, durante el rito al que es sometido Uriel lo encuentran no sólo como testigo infantil, sino como parte de los verdugos.
Conversaciones de madrugada
“Baruch y yo”, de Nelson Specchia, comienza con la misma crueldad. Tras un elogioso prólogo del filósofo Diego Tatian -uno de los más relevantes especialistas en Spinoza en nuestros tiempos-, el primer poema, “Jérem”, expone fragmentos del texto con el que la ortodoxia judía de Ámsterdam expulsó al pensador de su comunidad, de la sinagoga. Se dice que jamás se había pronunciado, hasta entonces, un texto más violento, cargado de maldiciones, amenazas, sentencias. El poema le otorga, además, el oscuro fraseo del verso medido y la cadencia de la repetición.
Sin embargo, lo que sigue -bajo el título de “Diálogos insomnes”- es una serie de conversaciones entre el poeta y el filósofo, en las que se percibe un respeto mutuo, una confianza fraternal. El poema “Se aprende con el otro” es una celebración de la inteligencia en apenas catorce versos, donde el énfasis no recae en la búsqueda solitaria sino en la necesidad de estar acompañado en el camino de la sabiduría.
Specchia habla con Baruch como si se tratara de un amigo. Le expone sus preocupaciones, sus intereses literarios, políticos, filosóficos, religiosos. Y quiere saber de él, de su interlocutor de las madrugadas: de sus lecturas, de su conocimiento de Cervantes y de otros poetas españoles. Juntos especulan acerca de Platón, de Cicerón, de dios (así aparece escrito, con minúscula); pero también acerca de Marx y de Domingo Faustino Sarmiento.
La musicalidad de los poemas está en el uso de formas clásicas, como la silva, el soneto, y hasta el criollo cielito, aunque también aparece en el verso libre con el que se moldea la existencia de ambos interlocutores. Los poemas “Disponer del mundo”, “Intensa vida breve” y “Elogio de la risa” están dotados de una belleza singular, ya que la conversación presenta argumentos y respuestas agudas, sensibles, próximas a la sentencia: “… libre y absoluto, sin pecado/ ni virtudes, el ser dejará/ de apostar al cielo o al infierno./ Sabio sin edad, correcta vara.”
Si la novela de Magnus aborda parte de la vida de Spinoza, los poemas de Specchia hablan acerca de la trascendencia de su figura. En ambas obras se renuevan -una vez más- sus ideas, su voz, e incluso queda en tela de juicio la gran preocupación metafísica acerca de la inmortalidad del alma. Pero, en vez de abordar el pensamiento de Spinoza desde el lugar de la filosofía, la palabra literaria se ofrece como lugar de creación. Porque la literatura es, en definitiva, un territorio signado por más interrogantes que certezas (aunque, expresado en estos términos, los límites entre la ficción poética y el pensamiento filosófico ciertamente se desdibujan).