En 1937 se realizó en Múnich una muestra de “Arte degenerado”, en la que se exponían piezas de enfermos mentales, junto a obras de artistas como Vasily Kandinsky, Paul Klee, Oskar Kokoschka, Egon Schiele, Max Ernst, Marc Chagall o Piet Mondrian, para desacreditar el arte moderno como insano.
La propaganda cultural nacional-socialista replicó la exhibición en muchas ciudades alemanas y en Viena. Una vez cumplido el cometido de escarnio que la exposición tenía por propósito, las obras -que habían sido requisadas de museos alemanes, mostradas pedagógicamente por última vez y vistas por más de tres millones de personas- fueron subastadas, o quemadas las que no lograron convertirse en dinero. “Las obras de arte que no puedan ser entendidas por sí mismas y necesitan de un pretencioso libro de instrucciones para justificar su existencia nunca más llegarán al pueblo alemán”, había sentenciado Hitler en esa ocasión.
Años antes, la obra poética y narrativa del psiquiatra anarquista Oskar Panizza revela la sordidez y la hipocresía de la cultura alemana en el cambio de siglo como una clara antesala de lo más sombrío. Juzgado por blasfemia y pornografía, fue condenado a prisión. Su familia abjuró de él -había contraído sífilis en los prostíbulos que frecuentó durante su juventud- y sus bienes le fueron confiscados. Acabó internado en un hospital de trastornos mentales en Bayreuth entre 1905 y 1921 -año de su muerte-, donde realizó una serie de misteriosos dibujos (Pour Gambetta!), editados en 1989 y actualmente en la colección Prinzhorn de la Universidad Psiquiátrica de Heildelberg. Durante mucho tiempo nadie se acordó de él -con la excepción de George Grosz-, hasta que en los años 60 André Breton puso otra vez en circulación sus cuentos y sus poemas.
Concluida la guerra, el artista y crítico francés Jean Dubuffet acuñó la expresión “Art Brut” para designar al arte de enfermos mentales que provenía de los hospitales psiquiátricos. Muchísimo arte se ha producido y se continúa produciendo en lugares de encierro por trastornos mentales. Destaca en América Latina la maravillosa experiencia de la psiquiatra comunista y spinozista Nise da Silveira, en el Centro Psiquiátrico Nacional Pedro II, de Rio de Janeiro. Desde 1944 organizó allí talleres de arte para los internos y luego creó el Museo de Imágenes del Inconsciente con obras de esos mismos artistas con dificultades mentales, sin dejar nunca de luchar por la desmanicomialización.
Sería imposible, por su volumen, relevar el arte producido por “locos”. Pero, en cambio, no es tanto el arte que orienta su sensibilidad a una comprensión de la locura (cabe mencionar por supuesto a Bruegel, al Bosco, sobre todo a Goya).
Aquí es que llegamos a una serie de retratos que el pintor francés Théodore Géricault realizó en el hospital parisino de La Salpétrière entre 1821 y 1824. La llamada serie de las monomanías fue lo último que Géricault pintó (muy atrás había quedado el escándalo producido por su cuadro más célebre, “La balsa de la medusa”). El proyecto de realizar -a instancias del psiquiatra Étienne Georget- un catálogo de manías y delirios obsesivos quedaría inconcluso: sólo alcanzó a pintar diez retratos de los que nos habían llegado cinco (la envidia, el rapto de niños, la ludopatía, la fijación obsesiva y la cleptomanía), hasta que en 2021 se descubrió otro (la melancolía religiosa) y en 2023 dos más (la monomanía de ebriedad y la monomanía de los eventos políticos). De manera que sólo quedan dos por encontrar.
De todos esos retratos hay uno particularmente impresionante: el que corresponde a la monomanía de la envidia obsesiva, durante mucho tiempo conocido como “La hiena de la Salpétrière”. ¿Qué sucede tras esos rostros, tras ese rostro? Nadie como Géricault ha llegado tan lejos en la indagación abierta por esa pregunta. Y lo hace de manera sensible hacia la persona de la que se trata, a la ausencia que se revela en ella, sin un propósito puramente estético indiferente a la singularidad de la que toma su motivo. Es decir, no antepone ni privilegia el arte al dolor ahí delante. Aunque hayan pasado muchos años -incluso siglos, como en este caso- no podemos dejar de conmovernos por esa mujer y su destino: ¿quién era realmente? ¿por qué estaba allí? ¿esperaba a alguien? ¿cómo acabó?
La delicadeza de Géricault en estos retratos es que no se vale de la humanidad como simple materia de una obra de arte sino, al contrario, recurre al arte como medio de un diálogo con la humanidad concreta -en las monomanías, una humanidad que está en el infierno. Lo que conmueve aquí no es tanto la obra como la persona: no una abstracta, que podría haber sido cualquiera, sino “esa” persona en particular, y el dolor que la arrebata de cualquier “normalidad”.
Un trabajo comprometido, a resguardo de toda discusión teórica acerca de si estetización del mundo o politización del arte; simplemente una atención que se deja afectar por alguien en situación de adversidad. Ninguna totalidad, sólo el infinito de un rostro.