A la filosofía le encantaron siempre los experimentos mentales. Realmente son valiosos, aunque algunas veces pueden ser un poco perversos. Valgan de muestra dos ejemplos. Uno se llama “universalizar”, el otro “juez interior”.
Universalizar significa que, cuando razono para descubrir mi deber, hay que pensar como si todos y todas decidieran e hicieran lo mismo que yo. Para saber si es correcta mi decisión, tengo que proyectar cómo sería si universalmente hicieran los demás exactamente lo mismo que he decidido yo en este momento. Mentir, no pagar los impuestos, no cumplir una norma vigente son los ejemplos que proponen esos pensadores. En nuestra época podríamos agregar tantas otras, relacionadas con nuestros hábitos y sus efectos para la vida en común, como insultar o humillar al otro. No hagas lo que no quieres que te hagan, sería la versión simple de este razonamiento. O, hacé lo que estés dispuesto a que todos los demás hagan.
Por su parte, la idea del “juez interior” viene de los británicos de los siglos XVII y XVIII, preocupados por la falta de autocontrol ante el avance del capitalismo y el consumismo. Al contrario de lo que creen muchos supuestos seguidores actuales de aquellos viejos liberales, para ellos no se trataba de la libertad como voluntad individual descontrolada o sin límites, autárquica y separada de la comunidad. Al contrario, afirmaban que hay que juzgar nuestras acciones e internalizar la opinión de otros.
Para tomar una decisión, proponían imaginar un juez interior imparcial, libre de nuestras inconsistencias, que juzgue si en nuestra elección se ligan ética y economía mediante la “buena voluntad mutua”. Ese juez nos permitiría representar los sentimientos de los demás, para valorar nuestras acciones e intereses privados. Sólo así conseguiríamos que las personas sean motivadas a decidir qué contribuye a esa vida en común y al autocontrol.
Claro que estas ideas no carecían de problemas: la universalización puede volverse imposición sádica e imprudente de algún tipo de deber, y el juez interior puede conducir al escrúpulo continuo de haber incumplido algo (aunque no parece que sea preocupante en nuestra época del “crepúsculo del deber”).
Estos experimentos son muy útiles si se piensa la filosofía como algo que sucede al interior de tu cabeza. Pero la cosa cambia cuando la filosofía es una acción o discusión real con otras personas. Como experiencia de comunicación, cooperación y acción conjunta. Así, desde la última parte del siglo XX, aparecieron numerosos planteos sobre la comunicación entre seres humanos cuando se trata de dirimir conflictos de modo pacífico, sin coacción ni violencias.
No hemos alcanzado ni de cerca ese modo de comportamiento, pero al menos cambiamos aquel modelo de que cada persona piensa y decide sola por otro modelo de interacciones.
Pero, ¿cuánto más cambiaría si no sólo tenemos en cuenta otras personas, sino también otros seres que comparten con nosotros la aventura de existir?
Un ecologista norteamericano, Aldo Leopold, denominó “ética de la tierra” al vínculo que tenemos que construir con la naturaleza. Un momento de su adolescencia fue el detonador de su preocupación: habían salido a matar unos lobos, porque competían con los lobos por la caza de los ciervos. Logró dispararle a un lobo y corrió para verle agonizar. “Pensé que, como menos lobos significaba más ciervos, si no quedaba ningún lobo sería el paraíso para los cazadores. Pero después de ver cómo moría el fuego verde en sus ojos, me di cuenta que ni el lobo ni la montaña estaban de acuerdo con mi visión del mundo”.
En ese momento Leopold se preguntó qué pensaría la montaña de él. No razonó qué pasaría si todos hicieran lo que él acababa de hacer. No imaginó un juez imparcial valorando su acción. No intercambió opiniones con los demás, para consensuar futuros cursos de acción. Bien podría haberlo hecho, pero hizo otra cosa.
Pensó como la montaña.
Y pensó qué diría la montaña de su acción.
Además de cuestiones de cálculo y ciencia, la crisis ecológica nos ha conducido al problema más profundo de nuestra comunicación con esos seres que aparentemente no pueden argumentar, exponer, dialogar, con todos los criterios que habíamos mínimamente logrado consensuar (aunque pocos humanos los cumplan).
Me podrán decir que si las personas se comportan desaprensivamente como lo hacen, con actitudes que dañan al mundo, sin pensar qué dirían de ellos Dios, los demás, o incluso sus hijos y nietos, mucho menos les importará lo que la naturaleza o el monte piensen de ellos.
Al igual que sucedió con nuestros congéneres humanos, podemos desatender insensiblemente lo que esos otros seres nos están diciendo.
Quizás tendríamos que encarar el asunto desde otra experiencia. Una estética o percepción, que nos permita escuchar. Sentir las relaciones de la naturaleza más allá de nuestros cálculos y patrones culturales impuestos.
Ir a la naturaleza y escuchar qué dirá el monte de nosotros.