José Saramago conoció a Ricardo Reis a través de la lectura cuando era adolescente y frecuentaba la biblioteca escolar. Ese autor le provocaba sentimientos complejos que él explicaba con una mezcla de fascinación y susto. Le llevó bastante tiempo para darse cuenta de que era una figura de ficción y de que no tenía existencia real, porque en la revista “Athena” los poemas venían acompañados de su firma. No se lo puede juzgar. Cualquier lector poco precavido pensaría lo mismo: que existe o existió en Portugal un poeta con ese nombre.
La anécdota es interesante por varios motivos: porque es realmente difícil entender que haya heterónimos, porque Fernando Pessoa no sólo no es un poeta más de una amplia galería sino el poeta más importante del país y principalmente, porque le cupo a ese lector inocente de una biblioteca pública, algún tiempo después, no sólo ser galardonado con el único premio Nobel de literatura en lengua portuguesa obtenido hasta entonces, sino ser corresponsable de la existencia de ese sujeto imaginario al que le inventó un final.
En una edición anterior de esta misma columna (31-03-22) me detuve en la consideración de los heterónimos pessoanos y atiné con alguna definición al respecto. En esta me planteo algo más exigente que repetir los saberes consagrados sobre el tema con sus correspondientes ejemplos. Pretendo pensar a Ricardo Reis como un «constructo ficcional» con una doble filiación, autenticándolo con los rasgos proporcionados por Fernando Pessoa al concebirlo, pero añadiéndole aquellos otros los que le sumó Saramago en “El año de la muerte de Ricardo Reis (1984). No se trata de una empresa banal si consideramos que la marca registrada de esta existencia figurada no se debe sólo al poeta modernista de inicios del siglo XX, sino también al que le completa la vida y coadyuva a su transformación. Ricardo Reis es fruto de dos operaciones escriturales de contundencia y tanto una como otra aportan su cuota de curiosidad y maravilla.
Fernando Pessoa concibió a Ricardo Reis en 1914 después de haber creado otro heterónimo, Alberto Caeiro, y por asociación con él. Si Caeiro era el maestro de todos, incluido el propio Pessoa, Ricardo Reis era uno de sus primeros y más dilectos discípulos. Nacido en 1987 «no recuerdo el día y el mes, pero los tengo en algún sitio» en Porto, se formó como médico (internista) y se autoexilió en Brasil en 1919 después de que los republicanos se hicieran cargo del gobierno. Y por una razón muy sencilla: era monárquico y contrario a las revoluciones. No consta en su biografía que haya ejercido alguna vez como médico, pero es probable que sí, porque Saramago nos lo confiesa en su novela. Lo cierto es que, más allá de su profesión, lo verdaderamente interesante es su fase literaria ya que sus odas gozan de una amplia aceptación en la comunidad de los versificadores. Construidas según el modelo clásico y la inspiración horaciana, probablemente sean el resultado de la esmerada educación jesuítica que recibió en sus tiempos mozos. Al decir de su creador, era «latinista por educación ajena y semihelenista por educación propia». De su vasta producción, sólo se conocen 28 publicadas en vida que se distribuyen en dos revistas de estética: “Athena”, de 1924, y “Presença” en el período comprendido entre 1927 y 1933. No es un número suficiente el de sus poemas para considerarlo un poeta excelso, pero sí para alabar su modo de escritura ya que la fineza que demuestra en el dominio de la lengua le concede un lugar de relevancia.
La obra producida por este heterónimo no se reduce, sin embargo, a esos pocos poemas publicados: ya que se tiene conocimiento de que, al menos 171 más, pueden serle atribuidos. En la mayoría de los casos, dirigidos en forma directa o velada a sus musas inspiradoras: Neera, Cloe y Lidia. El tópico que los reúne es siempre el mismo, la banalidad de la vida, y proviene de su aprendizaje con el maestro Caeiro antes de su partida al extranjero. Según se supo más tarde, Fernando Pessoa murió «diecisiete días después de que Reis hubiera firmado su última oda fechada», en la que alude a los «innúmeros que viven en nosotros».
El Ricardo Reis que retoma Saramago ya no es más el heterónimo de Pessoa, sino un personaje novelesco. Comparte con aquel la condición de sujeto imaginario, pero en esta nueva condición obedece a la voluntad escritural del narrador que lo hace testigo del año infernal de 1936, en que regresa a Portugal. Este retorno a la patria tiene varias razones, pero una principal: ocupar el lugar que dejó vacante en la literatura portuguesa Fernando Pessoa, al morir el 30 de noviembre de 1935. Ricardo Reis supo del fallecimiento de su mentor por un telegrama que le envió Álvaro de Campos antes de radicarse definitivamente en Glasgow, y no dudó un minuto en emprender el viaje. Llegó el penúltimo día del año y pervivió al poeta por lo menos nueve meses más del siguiente, los necesarios para darse cuenta de la transformación política de su país con la dictadura salazarista, el horror de la guerra civil española imposible de sofrenar; y, principalmente, el colapso mundial que estaba siendo gestado por el totalitarismo nazi-fascista.
¿Por qué Saramago le dio esa oportunidad única el heterónimo y no lo dejó fenecer con su gestor? Porque en uno de los versos que mejor lo definen había expresado este concepto: «sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo», y decidió ponerlo a prueba. El ejercicio es singular. Ricardo Reis hizo el esfuerzo máximo para no contradecir su naturaleza, pero en algunas cosas no tuvo más remedio que sucumbir. Consiguió darse cuenta que el dolor de existir no puede reducirse a una abstracción, entendió el efecto hechizante del amor y advirtió el peso del poder y la crueldad para dejarnos impávidos ante la catástrofe inminente.
Las escenas más impactantes a este respecto se resumen en dos importantes estampas: la que nos muestra al heterónimo/personaje familiarizado con mujeres de carne y hueso y no con musas ideales e inalcanzables; y aquellas en las que éste dialoga con Fernando Pessoa muerto (pero no fantasma) que lo frecuenta por algunos meses antes de desaparecer del todo de la existencia humana. El final del libro que –por las escenas históricas que convoca- remite a setiembre de 1936, nos lo muestra consciente de la labor cumplida y dispuesto a fundirse en la misma niebla que su creador una vez alcanzado su destino.