Toda producción cinematográfica introduce una fuga e invita a construir múltiples significaciones en los espectadores, provocando una apertura para repensar e interrogarse acerca de las vivencias individuales que, necesariamente, responden a procesos inacabados condicionados por los mismos vínculos humanos que allí se tejen, vistos como parte constitutiva del ser social.
“Sobre las nubes” (2022), la película dirigida y filmada en Córdoba por María Aparicio, recorre la historia de cinco personajes que no se conocen entre sí, pero que los une el aroma y la dinámica de la misma ciudad, con sus formas y estéticas diversas; como así también aquellos deseos y frustraciones que luchan por ser canalizados en un contexto pluriforme. No obstante, existe un punto común entre ellos, que anida un lazo, potenciando de esta manera la singularidad de los personajes: el trabajo, en tanto matriz productiva, que condiciona las relaciones sociales; tareas que insumen tiempo y energía, pero que a la vez son condición sine qua non para el sostenimiento y reproducción del sistema tal y como lo conocemos. Es este uno de los cimientos clave que toma Aparicio para nutrir la trama, que va hilvanando con silencios y diálogos entremezclados, potenciada por un blanco y negro denso, pero no por ello menos potente, que agita y genera un efecto poético en quien observa, dando lugar a la construcción de un imaginario que acompaña los paseos por las calles de la ciudad.
Esa vida laboral tediosa y hasta por momentos inconcebible, combinada con la dureza de múltiples situaciones familiares y sociales posibilita la pregunta de uno de los personajes: “¿Qué harías si no tuvieras que trabajar?” La pesadumbre por la explotación capitalista sólo es soportable bajo dos elementos: el lazo social, y el arte, asuntos que aparecen tematizados de diversa manera a lo largo del film.
Respecto del primero, es posible advertir que al comienzo de la película las personas se muestran desconectadas unas de otras, pero de repente el contacto con otros comienza a adquirir preponderancia y frecuencia al punto de constituirse como una especie de refugio, un “estar juntos” a pesar de todo lo que acecha a los personajes.
En el caso de Nora (Eva Bianco), que trabaja en un hospital, el arte, por su parte, es un eslabón fundamental que le posibilita expresar la relevancia de las prácticas artísticas como válvula de escape. Una vida en apariencia monótona se tiñe de diversión y picardía desde que la protagonista comienza un taller de teatro. Durante meses, acude a distintas clases sin decirle a su marido hasta que una noche, casi como por asombro, le confiesa que está dedicada a la actuación. Desde ese momento, lejos de producirse un entredicho, el compañerismo entre ambos se potencia. Lo mismo sucede con la vida de una recolectora de basura (Juana Oviedo), quien encuentra en la música, particularmente la guitarra y el canto, la posibilidad de expresar otras emociones. En una de las últimas escenas, este personaje toca y canta en la calle, en plena noche de año nuevo, esperando recaudar fondos con su canción, que no es otra que la famosa pieza “El dirigible” de Ariel Borda, un sello cordobés como tantos otros que atraviesan la película. El arte como forma de extrañamiento, que viene siendo estudiado desde los formalistas rusos, posibilita dislocar y subvertir lo dado para crear e imaginar nuevos mundos aún en condiciones desfavorables.
No es casualidad, entonces, la tematización y visibilización de elementos y recursos artísticos en medio de la dificultad de existir en un mundo con tanta desigualdad.
Cabe señalar, por otro lado, que en los otros personajes como Ramiro (Leandro García Ponzo), que es cocinero de un bar, y Lucía (Malena León), flamante empleada de una librería, subyace un silencio taciturno en sus desplazamientos, como si de alguna manera en sus intervenciones quisieran pasar desapercibidos a la mirada que señala y objeta una falta ineludible. En ambos, el deseo de amar y, por consiguiente, de ser amados se torna indecible y trastabilla al ver que se encuentran expuestos al rechazo, optando por la espera de un encuentro.
Finalmente, una lectura posible del título de la película es la analogía de dos mundos: el del deseo, entendido como aquello que no tiene nombre y se desliza, que caracteriza a una vida, que es un motor y, como tal, se presenta de manera contradictoria y caótica, y el que ofrece el mundo capitalista actual de trabajo incesante, precariedad y aislamiento. En este sentido, las nubes son el borde, el límite que permite crear algo nuevo, un escenario liminal de pasaje en el que es posible, al menos por un instante, ser otros y tener otras vidas. Precisamente son las nubes las que habitualmente dejan entrever el cielo, a veces con más claridad, otras con menos transparencia: “por fin, unas nubes empezaron a llegar. Durante dos días desaparecían, según las horas del día cambiaban de color”, dice uno de los personajes emulando, quizás, los versos de Juan José Saer:
“Por fin, una tarde, las nubes empezaron a llegar. Como era temprano todavía, las primeras eran grandes y muy blancas, con los bordes festoneados en ondas, y cuando pasaban demasiado bajas, su propia sombra las oscurecía en la cara inferior, visible desde la tierra”.