Los cristianos antiguos creían que daba suerte tocar la madera de la cruz; los celtas llamaban a las hadas protectoras golpeando suavemente el tronco de un árbol; algunas tribus amerindias sostienen que los árboles son el hogar de los dioses. Protegen, curan y dan alimento. Nosotros hemos heredado esas antiguas creencias y sin pensarlo dos veces, antes de que nos caiga alguna desgracia, “tocamos madera”.
Entonces, toco madera:
– para que el bosquecito al lado de mi casa nunca agote su sombra, nunca deje de florecer, nunca se incendie; y para que la leña que se quema siempre sea de árboles caídos. Y dé abrigo y calor y abrazo a los niños.
– Para que la palabra madera diga también leño, palo, astilla, tabla, corteza. Diga fragancia, diga caricia, diga gracia, diga vuelo. Y para que esa señora de cabello blanco y vestido blanco y manos blancas siga abrazándose al gran molle del Parque Sarmiento. Y que yo pueda verla de nuevo.
– Para que Matusalén, que ya tiene 4855 años, viva miles de años más. Este “Pinus longaeva” está en California, en el Bosque Nacional Inyo, y es el árbol más viejo del planeta. Y por el “Abuelo algarrobo”, de Merlo, que tiene unos 800 años y a quien el poeta Antonio Esteban Agüero llamase “la catedral de los pájaros”.
– Y por todos los árboles sagrados de los pueblos del mundo.
– Por “el oscuro madero de la guitarra” como escribió Don Ata. Y por el madero del ukelele y del violin. El oboe, el violoncelo, el piano y el órgano, el erke, la quena, la gaita y la flauta del dios Pan. Y por el pianito con el que Leonor Marzano inventó el cuarteto hace exactamente 80 años.
– Para que la mano de los carpinteros y ebanistas y grabadores hagan con destreza la silla de todos los días, la mesa, el mango de los cuchillos, los cubiertos de ensalada, el marco de los cuadros, el escritorio y sus cajones, la puerta que abre y cierra mi casa. Y por la mesita de madera en la que Luis vende alfajores y chocolates al frente de la plaza San Martín.
– Por la primera rueda que inventaron en la Mesopotamia; las cuñas y poleas usadas por los egipcios para romper las piedras, y por las pesas de los fenicios. Por las descripciones de Vitruvius sobre los usos de la madera en las construcciones de Roma, por las estacas que son cimiento de las 100 islas de Venecia, por los palafitos de Chiloé y los tableros de madera de todos los arquitectos del mundo.
– Por el telar, el huso y la rueca, su pedal, su manivela y la pequeña devanadera. Por la princesa que cae dormida al pincharse el dedo con el huso de una rueca. Por las agujas de madera con las que mi tía me hacía las muestras de lana de colores para llevar a la escuela, y por el maniquí en el que Haro diseña ropa con retazos y formas desiguales en el espacio Inminente de la calle Rioja.
– Por el cajón de madera que ese chico de 17 años, quien luego sería mi abuelo, arrastró desde el norte del mundo al puerto de Buenos Aires, y de allí a un pueblo de la pampa gringa. Y por la biblioteca de madera de mi padre, y los libros del estante de abajo, que me servían de juguetes en lugar de las muñecas.
– Por los juguetes que se parecían un poco a Toy story cuando aún no la habían imaginado: un soldadito, unas repisas, unos carritos, caballitos, guitarras, un trompo, una muñeca con la cara pintada y vestidito de organdí, un balero, un aro. La casita de madera del abuelo de Heidi; Gepetto y Pinocchio, y alguno que otro escapado de un cuento.
– Por las canoas, los veleros, el bergantín y las carabelas, los galeones y corbetas, los drakkar de los vikingos, las balsas de totora que surcan el lago Titicaca y las piraguas de pino de los últimos yámanas. De paso, también, por el catamarán que me llevó a la Isla Victoria y al bosque de los arrayanes, donde aún se percibe el paso antiguo de los antiguos. Y por las trajineras con flores del canal de Xochimilco, donde un mariachi cantaba “Morena de mi corazón”.
– Por el Vasa y el Barden, la Santa Maria, La Niña y La Pinta, La Nao Victoria, el Perla Negra, el Queen Anne de Barbanegra, y los bergantines de Sandokan y del Corsario Negro, y por la Capitana del Yucatán, que demostraba que la valentía también era cosa de mujeres. Y por la pata de palo del capitán Ahab y la venganza de la ballena blanca.
– Por los durmientes que sostienen a los trenes y por los prisioneros que fueron a Aushwitz en una vagón de madera. Por las piernas y brazos ortopédicos y por los ataúdes, ataúdes y ataúdes que atraviesan los tiempos, las pandemias y las guerras. Y por las muletas de madera de los niños mendigos de las películas de Emir Kusturica.
– Por el pizarrón de las escuelas, los lápices de colores, los bancos con pupitre y el escritorio de la maestra. El escenario, el asta de la bandera, el atril desde donde decían discursos aburridos sobre la patria a la que imaginábamos como una señora muy antigua que nos quería sólo si estábamos de pie, guardapolvo impecable y zapatos gomicuer que nos dolían.
– Por la alegría que nos traen los tablones del teatro, los retablos de los titiriteros, los tablaos gitanos, las castañuelas y el flamenco. Por los zancos del hombre del circo Sarrasani que, cuando se anunciaba, envolvía de fiesta al pueblo. Y por los toneles de roble que guardan el vino de todas las fiestas.
– Para que no se me olvide la “Oda a la madera” de Neruda: “veo salir de ti,/ como un vuelo de océano y palomas/ las alas de los libros,/ el papel de mañana/ para el hombre,/ el papel puro para el hombre puro/ que existirá mañana/ y que hoy está naciendo/ con un ruido de sierra…”
Toco madera para que no deje de abrazarnos la lluvia mansa, el bosque de ciruelos, el camino de casa al río, la arena caliente, el árbol que da sombra, los colores del deseo, el trompo que hace feliz a un niño, la gente que escribe a la sombra de un árbol y que nos lee poemas desde un atril de madera.
Y toco madera para que no haya bocas con hambre, bosques incendiados, jirones de piel lastimada, cabezas huecas como un tronco hueco, patadas voladoras, una cajón que es la cuna de un niño o que esconde el cuerpo de una mujer asesinada, gente que nos da miedo, gente que nos saca de quicio, gente que dice su precio en una servilleta, urdiendo una trama para cuyo conjuro deberíamos tocar todas las maderas de todos los árboles nobles del mundo.