Un niño escondido en un sótano desespera ante una terrible tormenta con relámpagos, truenos y noche. Las palabras como cifra y síntesis de una vida que busca ser dicha con esas palabras. La imposibilidad infructuosa de esa operación que se frustra implacablemente en imágenes aéreas, terrenales, marítimas de plenitud. Escudriñar con atento oído la calle, los peatones, para saber qué dicen, cómo viven, qué piensan y sienten. Porque de todo eso está hecho el último libro de poemas de Franco Boczkowski. Sonidos estirados que restallan y permanecen en la retina y la sangre de una infancia perdida, que nunca se va cuando quiere recuperar algo del mundo. Un “Yo lírico” que usufructúa la capacidad combinatoria de los versos y sus cortes para ofrendar una historia que asalta y elucubra escenas pigmentadas con el anecdotario vital y literario de James Joyce.
El libro comienza con una serie de citas extraídas de diversos poetas y novelistas, y una de la Biblia: todas hacen referencia a la tempestad, la lluvia y el enigma de la vida humana -personal- frente a este acontecimiento de la Naturaleza. Dividido en cuatro secciones donde lo que se estructura es una cofradía entre el afuera providencial de la Naturaleza y la silueta interior que se forja el sujeto que contempla, admira, intuye esos acontecimientos, y que lo forman, lo moldean, le sugieren preguntas. Olvidémonos por un momento de la tempestad y el agua; ¿qué lugar en la Naturaleza ocuparían las conversaciones, voces y los ruidos mundanos que también constituyen el centro enigmático de un sujeto? Boczkowski nos dice que estamos hechos de palabras, pero raspándolas, podemos sacar chispas en la oscuridad de la tormenta (del sentido).
La filosofía -que es musical en este volumen- expone que las ideas y las palabras visten a la realidad, del modo en que un niño agazapado en un sótano debe significar el temor por esa tormenta atroz e interminable que sucede afuera: “ese temor, luego,/ equivaldrá a sentir la soledad”. La tormenta es émula del misterio de la creación poética: la “real disposición a la palabra” sucede como una tempestad. Y así sucedía con el niño escondido, para quien la tormenta es “en ese espacio reducido, emulación/ doméstica del vientre de la nave/ o de la bestia feroz de los océanos”. Las palabras visten la realidad, pero asimismo son “saboteadoras de la existencia”, impiden que las cosas sucedan prístinamente frente a nosotros mismos. Somos 50 poemas, a decir de Artaud, y Boczkowski busca los suyos en escenas memorables, pero con el trabajo fino que requiere entender que tales escenas son memorables primero para luego poder parirlas como poéticas, y no al revés.
Si “el tiempo/ se inventa en el acto de crear” y se trata verdaderamente de “pasarse la vida tratando de ser/ contemporáneo de uno mismo”, la lección y aventura es darle un orden al caos acuático que se escucha desde el sótano. La epifanía joyceana irradia, volviendo a revitalizar la idea de que cada lenguaje no se añade al mundo, sino que crea uno novedoso.
La segunda sección de poemas se titula “La belleza de las ruinas sobre todo”. Las ruinas son el ajetreado moverse del todo. “No es/ más que ilusión la pausa del mundo” Joyce murmura por encima de Boczkowski, enfatizando: la creación poética es la ilusión de que el mundo frena para que lo distingamos, aún cuando sabemos que no es así.
La función del poeta es llegar al “rostro abierto de una música”, porque “ese mundo que no encaja en tu mirada/ destruye, con tu nombre, toda previa medición”. Boczkowski plantea el equilibro de la palabra que dé nombre a cada gota de tormenta que cae y que oímos desde un sótano, siendo niños.
Perder la voz de quienes conforman nuestra arquitectura espiritual y material es quedarnos solos; dejar de oír el mundanal ruido es sabernos falaces, sin la capacidad ni siquiera de ponerle motes o denominaciones al miedo que nos azota de niños frente a la tempestad. Esa filosofía es inmanente a los poemas del libro.
En un punto, un vértice, Bloom, Dedalus, Joyce, El Gato, Tomatis, Saer se dan la mano en una esquina ruidosa, en un rincón venerable o arrabal del universo literario. “como si pudieran los hechos/ escurrírsele al tiempo y ya la tarde/ anunciar, generosa, una nueva/ jornada, aunque fuera, de todos modos,/ premeditada o fugaz, la última”.
En el epílogo, el miedo a la tormenta es aprendizaje, pero como entiende la heurística boczkowskiana, siempre se empieza de nuevo al escribir con ansias de afirmación personal. Ese niño dentro de la ballena bíblica, dentro de la nave de Verne, dentro del sótano familiar, sabe de la “brutal vanidad de las certezas/ demasiado tempranas de los límites”, “(ese niño que será la palabra novedosa,/ sufrido contemporáneo de sí mismo)”.
La poesía es un trabajo. También lo es intentar registrar el mundanal ruido, haciendo nacer un oído para el trueno. Esa es la búsqueda de “Un ruido en la calle”, su apuesta oportuna; un mensaje tallado en el agua para “aquellos/ que no heredarán la tierra, sino que deben/ reiterar, a su tiempo, constantes,/ sin evasiones, el gesto de crearla”.