Inspirada en la novela homónima de Natalia Zito y en los ecos de la vida misma, «27 noches» emerge como un lienzo cinematográfico de profunda sensibilidad que nos invita a contemplar la vejez no como un crepúsculo, sino como un vasto amanecer de libertad, deseo y creatividad. En su corazón late la historia de Martha Hoffman, una mecenas de 83 años, cuya excentricidad y riqueza interior desvelan una forma de vivir que perturba las convenciones, encendiendo la alarma de sus hijas. Convencidas de una «demencia frontotemporal», persiguen la internación involuntaria de Martha en el frío laberinto de una clínica psiquiátrica.
Sin embargo, la película, con una astucia narrativa, prontamente disipa este diagnóstico impuesto. El pulso del relato se anuda en la figura de Casares, el joven perito judicial que se adentra en el universo de Martha para discernir si lo que observa es necesidad o el inalienable derecho a forjar el propio camino en los últimos años. El contraste entre la frescura de Casares y la sabiduría curtida de Martha se convierte en un faro que ilumina una verdad esencial: la juventud no reside en la edad. Los anhelos, la vibración cultural, la inagotable curiosidad y la capacidad de reinventarse fluyen, como un río caudaloso, por cada etapa de la existencia.
Bajo la dirección de Daniel Hendler, y con las actuaciones magistrales de Marilú Marini, Daniel Hendler, Humberto Tortonese, Julieta Zylberberg, Paula Grinszpan y Carla Peterson, la película esculpe personajes de una complejidad y autenticidad deslumbrantes. Martha personifica una vejez activa, una danza con la cultura under, una biblioteca viviente de sabiduría y riqueza existencial. Casares, por su parte, encarna la mirada externa, metódica y juvenil, que se transforma sutilmente al aprender a habitarse para comprender la otredad.
El escenario se funde con el alma de los personajes: un barrio donde la tradición abraza la cultura, con un centro cultural que vibra con la vida pública y creativa que Martha respira. Su hogar, un santuario de objetos que narran su historia, desde muebles ancestrales hasta obras de arte que son ecos de su interior, se convierte en un reflejo palpable de su esencia. El ascensor, recurrente y enigmático, hilvana espacios y memorias, conectando pisos, recuerdos y encuentros, un umbral donde la intimidad y el pulso de la ciudad convergen. La minuciosa atención a la vestimenta y los colores realza la personalidad de Martha: una mujer que vive con la intensidad de un fuego inextinguible, expresándose sin cadenas, desafiando cada mandato que la edad pretende imponer.
El sesgo del test y la respuesta fálica
«27 noches» trasciende el mero abordaje de la autonomía en la vejez para hurgar en las entrañas de la Ley de Salud Mental, desvelando cómo los mandatos sociales y familiares se erigen, a menudo, como muros que buscan encasillar la autonomía de las personas mayores.
Uno de los hilos narrativos más incisivos es el formulario que Martha debe confrontar. La pregunta sobre las tres palabras, botella, martillo, bastón, se carga de un sesgo implícito, una expectativa silenciosa que busca probar la falibilidad de una mujer de 83 años. Pero Martha, con una lucidez que desarma, no solo recuerda y organiza, sino que responde con una subversión intelectual y sexual: señalando los objetos como «3 elementos fálicos». Lo que en apariencia es un simple test de memoria, se transforma en un acto de resistencia que va más allá de lo cognitivo. Al reinterpretar la prueba desde una perspectiva tan profunda y audaz, Martha no solo demuestra su memoria, sino que desafía las normas y prejuicios que intentan definirla, haciendo estallar las barreras de lo esperado.
Lista para desear, lista para vivir
La película, ya disponible en Netflix, se revela como una experiencia cinematográfica que celebra la autonomía, la creatividad y la indomable capacidad de desarmar los mandatos sociales. Y, en su esencia más profunda, nos confronta como espectadores, nos interpela como sociedad y nos obliga a cuestionar los arraigados prejuicios que naturalizamos, las cajas invisibles en las que encerramos la vida y las decisiones ajenas. Nos impulsa a repensar los cuestionamientos que a menudo dirigimos hacia nuestros padres y a mirar la vida del otro con empatía y respeto, despojándonos de juicios preconcebidos.
Porque lo que muchos, desde la comodidad de sus paradigmas, podrían tachar de “locura” o enfermedad, en Martha no es más que la expresión de su libertad. Es su vínculo inquebrantable con el arte y la cultura under, el torbellino de sus deseos y su dulce capacidad de desprenderse de lo material, eligiendo, con una dignidad feroz, vivir según sus propios términos.
Y es en el eco de su voz, en esa primera frase que abre la película, “ya estoy lista”, que la verdad se revela con una claridad meridiana. Al principio, parecía señalar su resignación ante el destino de una clínica; sin embargo, a medida que la trama se desvela, el film nos invita a tejer un nuevo significado, a descorrer ese velo con delicadeza.
Porque Martha no estaba lista para la opresión de un encierro predestinado, sino que, en el florecer de su espíritu, estaba lista para anhelar, para la cadencia liberadora de la danza, para el dulce desprendimiento de lo efímero y para abrazar la vida en su plenitud más vibrante. Es así como, más allá del simple relato, la película se erige en un espejo que nos confronta, impulsándonos a redefinir nuestra propia percepción de la vejez, a celebrar la soberanía del ser y a desentrañar los hilos invisibles de los mandatos sociales que, a menudo, eclipsan la luminosa existencia de nuestros mayores.









