Buenos Aires nos propuso un sueño: ciudades ecológicas urbanizadas con bicisendas. Una circulación a pedal propiciando recreos en espacios verdes para saborear un latte macchiato mientras creamos contenido para Instagram. Esta cultura healthy luego se exportaría al resto de las provincias como una idiosincrasia nacional. Idilio que al demorarse propuso como alternativa hordas de adolescentes en bicicleta uniformados con diferentes colores: naranjas, amarillos y rojos. Tres empresas de cadetería que te llevan a domicilio un Campari, una caja de pasas de uva bañadas en chocolate, una pizza de pepperoni o una PlayStation. No hay límites: todo objeto transportable en una mochila cuadrada llega a tu casa a cualquier hora.
Esto abre un nuevo factor simbólico que va más allá de quién consume y quién no y propone la nueva división entre quién consume y quién traslada el consumo. Ya caducó el acto de acercarse a un comercio, sujetar los productos, angustiarse ante la multiplicación de opciones hasta decidirse por algo que de seguro no era la mejor opción. Los servicios de cadetería anulan esa instancia de angustia para directamente entregar lo que ofrece nuestra pantalla táctil. Funciona como un acto de psicomagia: uno desea y ese objeto se materializa gracias al delivery. La supresión de pasos físicos para aprehender el mundo es cada vez mayor.
Consecuentemente, estas empresas de delivery no tienen roce alguno con sus empleados, por ende los engranajes que hacen a la totalidad del trabajo se difuminan. El cadete teje un cordón umbilical con la app. El único momento en el que se produce un contacto con autoridades es en el acto simbólico de la entrega de la mochila cuadrada con el uniforme, que luego deberá ser devuelta como el módem que te facilita una empresa de Internet. La identidad entre trabajador y consumidor se confunde: la mochila prestada y la desaparición de toda autoridad hacen suponer que uno recibe un servicio en lugar de prestarlo.
Empieza la aventura: el horario laboral arranca cuando el cadete se loguea según su flexibilidad. Registrado en el sistema llegan los pedidos: hay que ir a tal lugar, buscar tal cosa y llevarla a tal dirección. Mientras más rápido se haga la entrega, mayor puntaje se recibe y de ese modo mayores pedidos se derivan a la cuenta del buen cadete. También hay otra variable: la puntuación de los consumidores. Eficacia en el pedaleo y cordialidad en el trato son los vectores a considerar para optimizarse. Modalidad idéntica a la de un videojuego: misiones que al completarse exitosamente ofrecen una recompensa. Es el empleado quien se propone crecer como cadete sin crecer laboralmente, porque nunca ascenderá a nada, siempre recorrerá la ciudad con su propia bicicleta. Una autoexigencia que apela al narcisismo gamer y saca de la ecuación instancias sindicales.
Para que la lógica del videojuego se concrete harán falta otros jugadores con quienes competir, y estos serán los mismos compañeros de trabajo. Los cadetes aglutinados en puntos estratégicos de la ciudad no lo hacen por una imposición de la empresa: ellos mismos deciden lugares en donde esperan las notificaciones de la app. Mientras tanto, comparan sus estadísticas en el sistema. Si no fuese por las pecheras y las mochilas, uno los confundiría con usuarios de Pokémon Go.
El cadete también decide si quiere o no aceptar el pedido que llega a su cuenta. De rechazarlo, ese pedido se deriva a otra cuenta. Quien finalmente acepta el desafío activa un cronómetro para calcular por cuánto será recompensado. Adrenalina feliz, aunque estas misiones no siempre son simples y pocos se atreven a circular por zonas de riesgo vial o delictivo. ¿Llevar una botella de whisky a San Vicente a las dos de la madrugada? También son los mismos cadetes quienes especifican su perímetro de acción. Mientras más alejados de una zona céntrica, más alejados de sus compañeros de app, con quienes socializan y crean una tribu urbana.
Estas empresas de delivery empiezan a tener limitaciones al momento de expandir su territorio justamente porque la gracia reside en una desterritorialización absoluta manipulada por los mismos empleados, que se tomarán este trabajo como un anexo de sus adolescencias tardías y querrán hacerlo en zonas cool y seguras. ¿Alguien ve grupos de Rappi en una circunvalación?
No hay jefe que controle el look del cadete (¿acaso tiene sentido cuidar el aspecto si andan en bicicleta?) ni que lo reprenda por pasar la mayor parte del tiempo chateando por WhatsApp. Para subir de nivel él mismo debe disciplinarse. De hecho, pretender que no se distraiga con su celular es un sinsentido porque la app convive en el teléfono móvil junto a otras apps. La dependencia al aparato es absoluta y marca una de las principales luchas internas del trabajador freelance: la procrastinación. Tampoco habrá ART que se haga cargo del empleado si a éste le sucede algo. Si la bicicleta o el celular son robados o se rompen, al sistema lo único que le llegará es un deslogueo. Las causas quedan como anécdotas insignificantes.
Monotributistas sin ART arruinando sus bicicletas y sus celulares bajo el estrés metropolitano. ¿Por qué tanto masoquismo? Al suprimirse la diferencia entre consumidor y no consumidor para abrir una nueva división entre consumidores y transportadores, los cadetes suponen conjugar en su actividad ambas instancias: al momento de trasladar pedidos se convierten en consumidores de su propio prestigio como usuarios de una app, jamás como empleados dándoles ganancia a una empresa invisible, a jefes que no existen. Trampa exquisita que disuelve el ocio del trabajo y que convierte a la ciudad en un paraíso infernal repleto de bicisendas imaginarias.