El mundo entero observa, azorado, el tira y afloje británico decidiendo si permanecen o no en Europa, en ese galimatías que mezcla nacionalismo, egoísmo y xenofobia llamado “Brexit” (Britain + exit). Por momentos parece que todo se reduce a la política exterior y a la administración doméstica, sobre si deben seguir perteneciendo a una organización denominada hoy Unión Europea. Pero si esos fueran realmente los términos, no se entendería entonces el fragor de las discusiones y su alcance, que corta transversalmente a los partidos, a conservadores y progresistas, a zonas rurales versus grandes urbes, y a los sectores etarios mayores versus las generaciones jóvenes. Obviamente, no se trata de una mera agenda de coyuntura, sino que apunta a un corazón más profundo, que emerge con regularidad desde hace veinte siglos: ¿son europeos los británicos?
Con la sutileza narrativa que impregnó sus textos de ficción, Umberto Eco sugiere que ya era un debate en el alto medioevo: cada vez que los personajes de “El nombre de la rosa” encuentran una disrupción en el rígido orden del siglo XIII, William of Baskerville, el monje franciscano protagonista de la novela, exclama: “Ah, mis islas…” La actitud, montada en los siglos, llega hasta aquí; de aquel lado del Canal de la Mancha se sigue nombrando a Europa como “el continente”, ese del que las islas no forman parte.
Esa búsqueda de excepcionalidad británica es un rasgo específico de los ingleses, que han dominado hegemónicamente la federación de pueblos y han contagiado, por ello, la necesidad de diferenciación también a galeses, irlandeses y escoceses. Aunque el Brexit también ha desnudado cómo éstos últimos parecen sentirse más parte de Europa que del mismísimo Reino Unido (Escocia ha liderado a los colectivos europeístas, al punto de lograr revivir la idea de la separación de Inglaterra, y hasta de una nueva reivindicación de William Wallace, aquel nacionalista de las Tierras Altas que recuperara la “Braveheart” de Mel Gibson).
El aislacionismo ha logrado permear la cultura: todo en las islas es empujado a ser exclusivo, el té de las cinco en punto, manejar por la izquierda, un sistema de pesos (libra, onza); volumen (galón) y longitudes (milla, yarda, pie, pulgada) diferentes del resto del mundo, o el sombrero bombín y el paraguas de los “gentlemen” de la city financiera. Una gran puesta en escena excluyentemente anglosajona.
Para que esta obra de teatro colectiva enraizara, el talento inglés creó también una maquinaria de perpetuación: la tradición. Algo que se repite un par de veces, así sea por azar, pasa a integrar la tradición británica y queda fijo como una estatua marmórea, y ¡guay! de quién se atreva a introducir la mínima modificación: será tildado de saboteador de la personalidad anglosajona. Lo inflexible de esa práctica afecta incluso el normal desenvolvimiento de las instituciones. Por ejemplo, el Parlamento: el de Londres es el único donde los diputados no se sientan en un hemiciclo, sino en unos bancos verdes paralelos. Dice la tradición que la separación entre ambas bancadas corresponde exactamente al largo de dos espadas (porque un lord inglés sería capaz de desenvainar su espada en una discusión, pero jamás cruzar la línea marcada en el piso para herir al diputado opositor sentado enfrente, supongo). Esa Cámara tan particular, diseñada en estilo neogótico durante la era victoriana, tiene sitio para los diputados de aquella época y no para los 650 actuales. Pero ya es tradición y nadie puede agregar ni una silla; entonces, ¿qué hacen los que llegan tarde y no pueden sentarse? pues siguen la sesión de parados.
Teatro, lo tuyo es puro teatro, cantaba La Lupe. Pero esa tradición de puesta en escena secesionista (y, en el fondo, anti-europea) es falsa. El nacionalismo inglés elige qué rasgo diferenciador preservar; pero cuál lazo de unión con la personalidad cultural del “continente” ocultar. Comenzando por el antecedente común más fuerte y lejano: las islas británicas fueron romanizadas (excepto, vaya paradoja, la Escocia que ahora es la región más europeísta de todas), y el nombre original de Londres era Londinium. Ahora los nacionalistas del partido protofascista UKIP intentan relativizar la presencia de los romanos, y ensalzan la figura de la reina Boudica, la líder de los celtas que logró levantar a las tribus contra el dominio de Roma: todas las semanas hay flores frescas al pie del monumento a su memoria levantado en Westminster. Parece irracional remontarse al siglo I para elaborar una argumentación que sustente un debate contemporáneo, pero los ingleses están dispuestos a hacerlo: los “intelectuales” del UKIP sostienen que los celtas estaban en las islas desde la edad de hierro, por lo tanto la romanización común al resto de Europa para ellos apenas fue superficial.
Suena a una dialéctica triste. Se ignoran maliciosamente que en la Guerra de los Cien Años fueron reyes británicos los que gobernaron parte del “continente” (casi toda Francia); que en las de religión los hugonotes protestantes encontraron asilo del otro lado del Canal de la Mancha; que fueron sus barcos los que vencieron a la Armada Invencible de Felipe II; que fue Lord Nelson quien venció en Trafalgar y Wellington quien acabó con Napoleón Bonaparte; pero luego fue Londres quien cobijó al general De Gaulle y a su gobierno en el exilio cuando la bota hitleriana aplastaba el resto de Europa… la lista sería inacabable.
Teatro, puro teatro. Gran Bretaña forma parte de Europa, de su historia, de su geografía y de sus instituciones. También, inexorablemente, de su futuro.