La democracia –tal como se pergeñó en el siglo XVIII–caducó. No logra ajustarse a una sociedad incapaz de discernir entre conocimiento, información y estímulo. Estas tres instancias se saturan en un flujo tecnológico complejo. El cerebro humano ingresó en su fase final de rediseño; desconocemos si el nuevo ADN será compatible con el rendimiento republicano.
La democracia derivó en fuente de frustración: se frustran quienes eligen al perdedor y quienes eligieron al ganador se frustrarán por no ver consumadas sus expectativas. También se frustran aquellos que recuerdan que otras formas de gobierno no democráticas dieron resultados escalofriantes.
Un enfoque para explicar tales frustraciones vincula el ideal de sujeto neoliberal. Es un sujeto que desprestigia la dependencia y la obediencia hacia las instituciones en aras de su autonomía y de su autogestión. Aspiramos a prescindir de proyectos colectivos, obsesionados con la meritocracia que habita en nuestro interior. Bajo esta sombra, un gobierno electo por algo llamado pueblo suena raro y añejo. La democracia declina en dogma sospechoso, frustrante, ajeno a nuestra voluntad. Tiene un halo absurdo del mismo modo que para un revolucionario francés era absurdo que un monarca sea designado por Dios.
Es consecuente que cada altercado político catalizado por los medios de comunicación sea absorbido como altercados estrictamente personales, que demandan una curación narcisista antes que una perspectiva histórica. La democracia se descompuso como voluntad colectiva, ¿pero acaso alguien se atrevería a imaginar una alternativa mejor? Elegir a nuestros gobernantes mediante el voto de una mayoría parece una fórmula demasiado perfecta. Occidente colonizó hasta la legitimidad del proceso para posicionara nuestros líderes.
Este fatalismo de las urnas nos empuja a un juego perverso y cíclico: decidir según campañas electorales quiénes nos representan. El marketing, naturalmente, destituye la organización de las ideas. La publicidad inventa deseos, necesidades que sólo emergen al manifestarse como tales. No en un partido, sino en una imagen de partido, identificamos mejor nuestro deseo. Nadie gana las elecciones basándose en un perfil histórico: el votante, en el fondo, rechaza compartir un proyecto de país. No por egoísmo, en verdad no entiende de planes colectivos a largo plazo, no logra visualizarlos dentro de su ansiedad utilitarista. El votante busca en el acto de votar intensificar su yo usando a la democracia como accesorio, de allí que el slogan pasional cobre más fuerza que una exposición intelectual.
Dentro de esta colectividad ilusoria, no deja de asombrar que haya votantes dispuestos a convencer a otros votantes, cuando el margen de indecisos es indetectable –quizás por ello las encuestadoras trastabillen tanto: leen datos sin leer el inconsciente de los datos. A medida que se acerca el ritual del voto, la atmósfera social se torna histérica: hay que elegir. ¿Elegir qué, un proyecto de país o un triunfo que reivindique el aparato psíquico? En las campañas el votante adopta propuestas según colores, tonos de voz, modales, estilos comunicacionales. Un pack sensorial afín a la personalidad, sin vislumbrar qué efectos concretos tendrá ese partido sobre la vida futura. ¿Pero cómo saberlo en definitiva?
Todo lo que promete un candidato no es verificable hasta que asume su mandato. Votamos una ilusión. Sobre este punto la democracia deriva en dogma estricto. Ningún candidato debería hacer futurología durante su campaña. Allí la perversión toca fondo. Al asumir una presidencia, el mandatario electo no sabrá con qué irá a toparse. Las coordenadas de eso llamado escenario político son inestables y cambiantes. Un candidato absolutamente honesto debería decir lo siguiente: “No sé qué sucederá cuando esté en el poder, podría asegurarles que iré por acá pero veré qué pasa sobre la marcha”.
Si la trampa democrática es inevitable en cuanto elegimos aquello que nos complazca como transferencia, la alternativa más rigurosa y consecuente sería negarse a elegir. Negarse a esas operaciones calculadísimas por las cuales la democracia implica asumir un partido como tatuaje sin peso simbólico. Algo similar sucede con los pañuelos amarrados en las mochilas: somos promotores de una verdad en parte desconocida y en parte contagiada. Estas convicciones contemporáneas no son apócrifas ni ridículas, simplemente se moldean por un psicologismo que olvida las causas fundacionales de las ideas. En el caso de la democracia, se devalúa el poder soberano del pueblo, se diluye su pragmatismo y operan fuerzas más cercanas al ‘branding’. ¿Realmente hay que elegir en este contexto? ¿También hay que convencer al otro cuando en la oscuridad de su mente ya lo obligaron a elegir?
Menor será el descompromiso en la elección de no elegir. Quizá no haya opción más saludable que mantenerse al margen del usufructo de una democracia que deliberadamente confunde conocimiento, información y estímulo. En 2015 vivimos un chiste con moraleja: un joven atascado en la primera mitad del siglo XX, dijo antes del ballottage “son lo mismo”. La frase irritó bilateralmente pero puede leerse como el último gesto de coherencia antes de que la democracia finalizara su metamorfosis en app.