“Ricky Martin es tan machista q se folla hombres porque las mujeres no dan la talla. Puro patriarcado”. (Ricardo Rosselló, ex gobernador de Puerto Rico)
Fenómeno pansexual: nadie no admira a Ricky Martin. Su cobertura llega a cualquier género; mujeres hétero cis se sienten seducidas por su homosexualidad (fantasía del macho sensible) e inclusive hombres hétero cis reconocen un sex appeal que los haría claudicar (porque probar con el hombre perfecto, más que un tambaleo de virilidad, entra en la lógica del oportunismo, capitalización de prestigio similar a la de acostarse con Pampita).
Ricky Martin: dinastía genética, cotización millonaria, carisma danzarina, espiritualidad vegana, despilfarro filantrópico para lubricar la moral, hijos inmaculados, una pareja tan prestigiosa como él y la inmunidad ante la vejez propia de quien posee los medios para desplegar un arsenal científico que retrase la decrepitud. Hombre coronado por lo bueno y lo bello, norte del status quo.
Dentro de este algoritmo se suma una veta revolucionaria viralizada por un video en donde, montado sobre un camión, flamea una bandera mitad puertoriqueña, mitad de la diversidad. Tales imágenes abruman por su cálculo escénico y reúnen las condiciones para imprimirse en el inconsciente colectivo. En la biografía de Ricky Martin este video tendrá la misma envergadura que el videoclip Livin’ la vida loca. De hecho, por el encuadre con teleobjetivo, por la longitud exagerada de la bandera, por la convicción de la pisada en las alturas del camión y una sobreactuación contenida, el video podría pasar como fragmento de algún recital histórico. Ricky Martin aplicó en una protesta callejera lo aprendido en estadios a lo largo de décadas. Los entresijos del ‘chatgate’ poco importarán para la posteridad: la iconografía de un Ricky Martin revolucionario se estampa con el mismo consenso veloz que la foto del Che Guevara en contrapicado mirando hacia el futuro.
Desde los noventa, Ricky Martin se destacó en la industria del pop latino y enloqueció vaginas. Por aquellas épocas, que un cantante en ascenso blanqueara su homosexualidad era un suicidio. Ya consolidado a escala planetaria, su salida del closet sirvió para reinventarlo y reposicionarlo en la agenda. Un saldo positivo: en 2010, año del blanqueo, la mercadotecnia gayfriendly estaba en auge. Ricky Martin conquistó al público gay y se entronizó como referente LGBT. La operación también tironeó ciertos hilos en los cerebros femeninos bajo un efecto más silencioso pero mucho más complejo.
Al repasar los mensajes desperdigados en sus hits, estremece el sexismo inherente del pop latino. Sexismo que durante los noventa estuvo naturalizado pero que en el presente instaura desconfianza. El goce de este género musical, antaño monopolizado por emisoras radiales y boliches, ahora es señalado como una toxina. Las mujeres que en su adolescencia fueron atravesadas por esta educación sentimental en la actualidad superan la barrera de los treinta años y deben posicionarse críticamente ante la nueva ola feminista. La homosexualidad de Ricky Martin funciona como un paliativo que al tiempo que lo justifica a él, las justifica a ellas. Víctimas duplicadas: un cantante amenazado por managers y unas fans que hechizadas por la industria discográfica no tuvieron más opción que gritar hasta la afonía, arrojar bombachas al escenario y desmayarse en los recitales. Semejante idolatría ante el macho latino debe erradicarse.
Claro que Ricky Martin sigue siendo idolatrado como sex symbol, aunque ahora bajo una excepción formidable: es el hombre sin falo, un objeto de deseo con su sexualidad licuada. Para una feminista, excitarse con Ricky Martin es excitarse con algo estrictamente imposible, incapaz de activar la culpa ante el resplandor del galán. Los mensajes sexistas de las canciones, vigentes hasta la fecha en videoclips como Vente Pa’ Ca, entran en discordancia con el modo de vida del cantante y fingen separarse a modo de sticker. Quien canta, menea la pelvis y arroja miradas lascivas se desentiende del conservadurismo por su reconfiguración progresista. Nos derretimos ante la sensualidad de Ricky Martin mientras negamos ese merchandising de orgías hiperestilizadas, de carnavales VIPs para hormonas bronceadas.
Dentro de nuestra coordenada histórica, signada por una bulimia de participación cívica a través de redes sociales, por la desesperación de dejar sentada una postura ante cualquier minucia propuesta por la agenda mediática, la irrupción de un Ricky Martin revolucionario encaja perfecto en el imaginario de un líder admirable pero deseable en abstracto, cosificable bajo una conciencia tranquila.
Si Bad Bunny o Residente no lograron ser la cara visible de las protestas es porque carecen de una biografía mutante como la de Ricky Martin, que permite identificarnos con un progresismo plagado de contradicciones. Ricky Martin logra aunar épocas discrepantes: todo lo bochornoso de los noventa con todo lo políticamente correcto del siglo 21. Es otro sujeto haciendo equilibrio en el zamba de los paradigmas. Pero a diferencia de la mayoría, Ricky Martin mantiene el ritmo. Su destreza escénica, su pasado renegado, su superávit de fama y esa mesura tan cotizada, lo proyectan como un candidato perfecto dentro de una arena política inseparable del espectáculo.
Tras la renuncia de Rosselló, Ricky Martin posteó en sus redes una foto semi desnudo, cada músculo delineado y una malla roja que le calza perfecto. Parece estar en un sauna y de fondo vemos un patio tapizado con piedras blancas, al fondo una pared de mármol. “Let’s hit the sun” (vamos a golpear el sol), dice el posteo.
¿Ricky Martin ha salvado al pueblo puertorriqueño o ha salvado su narcisismo? Cada like que reciba esta foto post-revolución incrementará la incertidumbre.