El 1 de octubre de 1949 Mao Tse Tung anunció el comienzo de la República Popular China, que nació luego de 30 años de lucha y con el inminente desafío de reorganizar un territorio de cerca de diez millones de kilómetros cuadrados. Un territorio, además, que se encontraba por entonces devastado por la guerra civil, sin industria, con una alta tasa de desempleo, con una esperanza de vida de 40 años en algunas regiones, y con una gran crisis alimentaria.
Los 27 años de liderazgo del dogmático Mao fueron suficientes para reconocer el valor de su obra: el logro de una China unida, pero dolida por el gran costo social (producto de la Revolución Cultural), y aún escéptica al logro del fin último de la corriente confusiana: el bienestar de los gobernados.
Este escenario, favoreció a Deng Xiao Ping, a la muerte de Mao en 1976, para llevar a cabo el modelo de “Reforma y Apertura” iniciado en 1978, que permitió la entrada del capitalismo a un mercado controlado monopólicamente por el Estado. El cambio de orientación político–económica tuvo sus luces y sus sombras, puesto que, si bien los datos macroeconómicos mostraron un crecimiento sostenido del Producto Bruto Interno (PBI), que nunca volvió a valores negativos luego de 1976, lo cierto es que los movimientos sociales contrarios al régimen autoritario instaurado fueron brutalmente reprimidos desde 1989, con el levantamiento de intelectuales y estudiantes en la plaza de Tiananmen, hasta hoy, con los últimos escenarios producidos en Hong Kong.
Es importante reconocer que el crecimiento económico puertas adentro fue lo suficientemente alentador como para que Jiang Zemin, presidente entre 1993–2003, decidiera incorporar a China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001, lo que le permitió salir con decoro de la posición de “taller del mundo”, para comenzar la trayectoria de una meta mucho más ambiciosa: la de convertir a China en una potencia global.
Así fue como Hu Jintao, en el marco de la mayor crisis financiera desde el “crash” de Wall Street de 1929, que se reproducía en los años 2007–2008, logró expandir su influencia internacional mediante alianzas estratégicas con las diferentes regiones del mundo, dando muestra de su sólida economía y su crecimiento macroeconómico a gran escala: “crecimiento a tasas chinas”.
Ahora bien, uno de los grandes desafíos para que China pudiera convertirse en la primera potencia mundial en términos económicos, se encontraba en su bajo PBI per cápita, puesto que, si se tiene en cuenta que los 6,56 billones de dólares recaudados en el primer semestre de 2019 tienen que ser repartidos en unos 1.400 millones de habitantes, ciertamente su posición internacional lo alejaban de los primero puestos del ranking mundial. Hoy ocupa el puesto número 67, situándose sólo tres categorías por arriba de Argentina al analizarse esta variable. En vistas de ello, el gobierno actual de Xi Jinping ha promovido una acelerada política interna a favor del crecimiento y desarrollo de una clase media “burguesa”, con gustos y preferencias muy sofisticadas en el consumo de alimentos.
Si bien es necesario analizar este crecimiento con cautela, ciertamente este escenario representa una gran oportunidad para Argentina, ya que, como lo ha venido haciendo en el sector agro-ganadero, las exportaciones han ido en aumento, especialmente las carnes rojas, que han crecido un 27%, y se han autorizado a otros ocho frigoríficos a entrar en el mayor mercado poblacional a nivel mundial.
Para 2030, se prevé que la clase media china llegará a ser de unos 500 millones de personas, lo que puede mejorar las “asimetrías” que muchos analistas nombran cuando investigan la relación bilateral entre el gigante asiático y Argentina. De momento, nuestro país mantiene una condición de inferioridad con respecto a China, si se considera que la oferta de alimentos de calidad es finita, respecto al de bienes industriales; esta “asimetría” repercute en el precio de los bienes nacionales.
Por todo ello, si bien para Argentina la celebración del 70 aniversario de China la encuentra en un momento de incremento de sus exportaciones hacia el gigante asiático, no hay que perder de vista que las políticas públicas nacionales tienen que estar dirigidas a incrementar la producción del sector agro-industrial, para poder ofertar lo que el futuro mercado chino demandará en un tiempo no muy lejano.