Un anuncio de un canal de televisión muestra a un grupo interétnico cantando: “Mi patria es la Tierra”. Aquí se revela un estado de conciencia que deja atrás la idea convencional de patria y de nación. En efecto, vivimos todavía bajo el signo de las naciones, cada cuál autoafirmándose, cerrando o abriendo sus fronteras y luchando por su identidad. Esa fase, todavía vigente, pertenece a otra época de la historia y de la conciencia.
La globalización no es sólo un fenómeno económico. Representa un dato político, cultural, ético y espiritual: un nuevo paso en la historia del planeta Tierra y de la Humanidad.
Hace algunos miles de años la especie humana salió de África, de donde surgimos en el proceso evolutivo (somos todos africanos), y conquistó todo el espacio terrestre formando pueblos, ciudades y civilizaciones. Fernando de Magallanes hizo en tres años (1519-1522) la circunnavegación de la Tierra y comprobó empíricamente que es redonda (no plana como una obtusa visión sostiene todavía, con el sorprendente apoyo de algunas figuras mediáticas). Después de la expansión, llegó el tiempo de la concentración, del retorno del gran exilio. Todos los pueblos se están encontrando en un único lugar: en el planeta Tierra. Descubrimos, más allá de las nacionalidades y de las diferentes etnias, que formamos una única especie, la humana, al lado de otras especies de la gran comunidad de vida.
Con esfuerzo estamos todavía aprendiendo a convivir acogiendo las diferencias sin dejar que se transformen en desigualdades. Respetando la riqueza acumulada por las naciones, nos enfrentamos a un desafío nuevo, que nunca había existido antes: construir la Tierra como Casa Común. Crece la conciencia de que Tierra y Humanidad tienen un destino común.
El éxito de esta construcción nos traerá un mundo de paz, uno de los bienes más ansiados por todos. Esa paz es lo que nos falta en la actualidad; por el contrario, vivimos en guerras regionales letales y una guerra total movida contra nuestra Madre Tierra, atacada en todos los frentes, que muestra su indignación a través del calentamiento global y del agotamiento de sus bienes, sin los cuales la vida corre peligro.
En este contexto vale la pena revisitar a un filósofo, Immanuel Kant, uno de los primeros en pensar una República Mundial (“Weltrepublik”), aunque nunca había salido de su pequeña ciudad de Königsberg, en Alemania. Aquella sólo se consolida si consigue instaurar una “paz perenne”. Su famoso texto de 1795 se llama exactamente “Para una paz eterna”. La paz perenne se sustenta, según él, sobre dos pilares: la ciudadanía universal y el respeto a los derechos humanos.
Esta ciudadanía se ejerce por la “hospitalidad general”. Precisamente porque, dice, todos los humanos tienen el derecho de estar en ella. La Tierra pertenece comunitariamente a todos.
Frente a los pragmáticos de la política, por lo general poco sensibles al sentido ético en las relaciones sociales, enfatiza: “La ciudadanía mundial no es una visión de fantasía sino una necesidad impuesta por la paz duradera”.
El otro pilar son los derechos universales. Estos, en una bella expresión de Kant, son “la niña de los ojos de Dios” o “lo más sagrado que Dios puso en la tierra”. Su respeto hace nacer una comunidad de paz y de seguridad que pone un fin definitivo “al infame beligerar”. El imperio del derecho y la difusión de la ciudadanía planetaria expresada por la hospitalidad deben crear una cultura de los derechos, generando la “comunidad de los pueblos”. Esta comunidad, enfatiza Kant, puede crecer tanto en su conciencia, que la violación de un derecho en un sitio se siente en todos los sitios.
Esta visión ético-política de Kant fundó un paradigma inédito de globalización y de paz. La paz resulta de la vigencia del derecho y de la cooperación jurídicamente ordenada e institucionalizada entre todos los Estados y pueblos.
Diferente es la visión de otro teórico del Estado y de la globalización, Thomas Hobbes, para quien la paz es un concepto negativo, significa ausencia de la guerra y el equilibrio de la intimidación entre los Estados y los pueblos. Esta visión funda el paradigma de la paz y de la globalización en el poder del más fuerte que se impone a los demás. Esta visión predominó durante siglos, y hoy ha vuelto poderosamente a través del presidente de EE.UU., Donald Trump, que sueña todavía con un sólo mundo y un sólo imperio, el norteamericano. Los Estados Unidos decidieron combatir el terrorismo con el terrorismo de Estado. Es la vuelta amenazadora del Estado-Leviatán, enemigo visceral de cualquier estrategia de paz. En esta lógica no hay futuro para la paz ni para la humanidad.
Hoy nos enfrentamos a este escenario: si por la locura de un gobernante o por la “Inteligencia Artificial Autónoma” (IAA) se activaran los arsenales de armas nucleares podría ser el fin de nuestra especie. ¿Tendremos tiempo y sabiduría suficientes para cambiar la lógica del sistema implantado hace siglos, que ama más la acumulación de bienes materiales que la vida? Eso dependerá de nosotros.