En 2014-2015 había una canción militante que me gustaba mucho que decía “somos el futuro / la patria no se vende / este cambio es / irreversible”.
A partir de diciembre de 2015, aprenderíamos cuán equivocada era aquella enunciación: lo irreversible no era, finalmente, tan irreversible; el macrismo convirtió a la Argentina en tierra arrasada en solo cuatro años. Es decir, aprendimos a los cachetazos una de las enseñanzas centrales de la filosofía política: todo es reversible. Al decir de Nietzsche, si no hay una verdad pura ni esencial, sino que lo que emerge como verdad son apenas aquellas metáforas que nos olvidamos que lo eran, todo es disputable. La disputa por ver quién fija su verdad. Si nada es, todo es reversible. Todo puede tener otro significado. Para completar esa idea, Foucault -retomando a Nietzsche–, explica que la verdad está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen. No es que sea la única que existe. Es que es la que domina en el combate por los modos en que debiera ser el mundo. Y queda fijada, naturalizada, a través de “procedimientos reglamentados”, dirá el autor, forjados a través de enunciados que se institucionalizan y son incorporados por los sujetos en piloto automático, pre-reflexivamente.
Apliquemos esos desarrollos teóricos a la canción del principio, que nos dice algo sobre la política en Argentina en los últimos tiempos. Si toda verdad es el resultado de la confrontación de enunciados desde dispositivos de poder que intentan fijar su visión acerca del mundo, de las formas de vivir, de lo humano, de lo decible y no decible, entonces todo es reversible. No por antojo, sino porque, tal como enseñan Mouffe y Laclau, siempre hay antagonismo. Siempre hay un otro que da pelea. No existe una idea total. Nunca hay una universalidad cerrada, nunca hay vencedores completos, nunca cierra todo perfecto con moño. Siempre hay tensión, actores y gramáticas que impugnan lo que domina, siempre hay pelea por romper la verdad instituida, lo hegemónico. Y hay intereses y hay actores con mucho peso y armas modernas (y no tan modernas) para imponer la suya. Más aún entonces, todo es reversible. ¿Me siguen?
De esta manera, lo que hay, para ser más rigurosos, son victorias parciales, limitadas: contingentes. Esta nota fue escrita para decir eso, es un recordatorio para la etapa que se abre. ¡Tan contingente es todo que ahora nadie discute el cepo! ¡Cómo nos maltrataban masivamente en 2015 a quienes decíamos que tenía que haber si o si política de control cambiario! En fin. En hora buena que se haya desmitificado – hasta nuevo aviso– la demencia de liberalizar el sector financiero. Ahora damos por sentado que tener cepo es lo que está bien. Creer o reventar. Macri lo hizo.
Los cambios no son irreversibles, decíamos. Es ardua la construcción hegemónica sobre los proyectos de existencia, no se abre ni se cierra en una elección, ni se da de un día para el otro. Teniendo claro eso, uno podría reformular la canción -y la concepción de lo político detrás de ella- y decir que lo que tiene que ser incesante es la capacidad de inventiva política para darle perdurabilidad a imaginarios sociales que cuiden más de la existencia de todos. Reinventarse en el mientras tanto de la ascendencia hegemónica. No ya con la soga al cuello. Estar más atentos a los desgastes. Poner un ojo sobre lo que se rompe en términos de legitimidad y sobre lo irresuelto en torno a la pluralidad emergente que generan nuestras propias transformaciones virtuosas. Esto como contrapropuesta a una praxis política basada en la proclamación invariable e irreflexiva de lo buenos que somos, que nos pone en tal pedestal de (autoasignada) superioridad que suele generar el efecto contrario al buscado.
La insistencia sobre estos asuntos se debe a que el peligro de perder en política en este periodo, de perder en ese combate por la verdad, el peligro del dorso reversible de toda victoria contingente en esta circunstancia histórica, es que lo que hay del otro lado, el programa antagónico que nos ponen sobre la mesa, reza: desigualdad socioeconómica exacerbada e institucionalizada, eliminación de la diversidad cultural y sexual, autoproclamación de autoridades, persecución político-ideológica, y aún más, el quiebre del contrato democrático mínimo, golpe de Estado, tortura y muerte. Están desapareciendo paulatinamente las sutilezas en los tiempos que corren. No hay tanto ya lo que Wendy Brown llamó “la silenciosa revolución del neoliberalismo”, cocinada a fuego lento durante fines del Siglo XX e inicios del Siglo XXI, para marcar decisivamente la constitución de un tipo de sujeto mayoritario de esta época. Meritocrático, individualista, empresario con o sin medios de producción, temeroso de lo distinto, defensor de lo precarizado, justiciero por mano propia, incapaz de mirar al costado, de reconocer un devenir histórico, de aceptar las otras múltiples formas de vida en común que hubo, hay y habrá. Sobre ese piso subjetivo, eficazmente sedimentado, opera ahora, de manera descarnada, la maquinaria de verdad de las derechas regionales.
Pero ahora se llena de una materialidad más cruel. Como dice Amador Fernández Savater siguiendo a Jorge Alemán, el consenso neoliberal está “agujereado”, está impugnado en diversos aspectos, entonces cuando no alcanza con la persuasión sutil para ajustar, excluir y concentrar más riquezas, cuando el lawfare no logra excluir a contendientes políticos progresistas con chances de ganar elecciones, cuando emerge la movilización popular que pugna por otros ordenes más plurales, democráticos e igualitarios, aparecen las armas, los ejércitos, las balas y, de nuevo, los muertos, que siempre corren por cuenta del pueblo y nunca jamás de las elites.
Ante ese estado de cosas, estas líneas son una invitación a reflexionar juntos. Argentina está siendo una excepción a la regla latinoamericana en este pasaje de la historia. Esa posibilidad, esa fisura en lo que parecía un rumbo inexorable, ese hiato de reversibilidad del orden de derechas, implica un elevado nivel de responsabilidad política de quienes peleamos por demostrar que esa forma de existencia solo trae miseria y exclusión para las mayorías. La pelea por la legitimación permanente de una verdad que cimiente un proyecto político de mejor vida para nuestras sociedades, se vuelve imprescindible. Y la legitimidad, aprendimos, no se proclama. Se construye en cada enunciado, en cada práctica, en cada movimiento. La tarea es bastante más difícil que la de hacernos el aguante. No es un mandato dirigencial solamente. Hay una contienda abierta cotidianamente en lo micro y en lo macro, dentro y fuera del sistema político, que permite avances o frustraciones en ese camino hacia una vida común mejor.