Resulta inevitable, frente a determinados conflictos donde están en juego distintos valores que compiten entre sí, plantearse cuál debe prevalecer, tomar así la mejor decisión moral”, e irnos a dormir con la conciencia tranquila. Este asunto tal vez sea, al menos para quienes no es lo mismo lo que está bien y lo que está mal, una de las cuestiones más relevantes de nuestra humana existencia.
Es muy común que cuando se le pregunta a alguien qué moral sostiene, nos responda Yo tengo mi propia moral”. Respuestas como esta anulan cualquier discusión intersubjetiva, ya que existirán tantas morales como personas, o tantas morales como creencias religiosas, partidos políticos o ideologías que, en muchos casos, ni siquiera comparten un lenguaje común.
Así las cosas, cabe preguntarse si existe la posibilidad de una moral independiente de nuestras convicciones personales. Tal vez sea lo que conocemos como Derechos Humanos lo que está en mejores condiciones de proveer estándares morales capaces de funcionar como plataforma común, ya se los conciba como producto de la racionalidad humana o como una suerte de consenso intercultural acerca del concepto de dignidad humana.
Aún si aceptamos al programa de los Derechos Humanos como parámetro moral, siempre es posible que existan conflictos entre ellos, y es entonces cuando es necesario establecer cuál principio prima sobre otro: lo que deberá determinarse en el marco de las especiales circunstancias que rodean cada caso concreto.
Nadie discute que la vida, la salud, la igualdad ante la ley, la no discriminación, la educación, la seguridad, la libertad de reunión y de expresión, entre otros, son Derechos Humanos; que en nuestro país están incorporados a la Constitución Nacional, por lo que, cuando entran en conflicto, generan problemas no solo de índole moral, sino también jurídicos.
En medio de cifras escandalosas de muertos y contagiados por el Covid-19, protagonizamos discusiones políticas alrededor de educación versus” salud; y restricciones sanitarias versus” libertades individuales. Resulta fácil advertir los intereses partidarios en disputa, y cómo cierta prensa los fogonéa, no haciendo otra cosa que colaborar con los enfrentamientos y la confusión general. Pero si nos tomamos en serio la disputa, si somos capaces de argumentar con relación a los derechos en juego, tal vez sea posible colaborar a aclarar el panorama.
En la teoría del derecho es una discusión clásica la cuestión acerca de la resolución de conflictos de normas entre sí, entre normas y principios, a los que denominamos también valores, al estilo de los consagrados en la Constitución, y de principios entre sí. Distintas teorías se disputan el mejor modo de resolverlos. Una de las mejores candidatas es la conocida como balanceo”, la que propone una lectura moral de la Constitución”, que no es otra cosa que extraer los principios morales que la informan y realizar una especie de catálogo axiológico a partir del cual se derivan el sentido y la finalidad de las demás normas del ordenamiento jurídico.
Entre los valores que conforman este catálogo no están determinadas relaciones absolutas de precedencia, por lo que ningún principio es anterior o superior a otro. Lo que existe son relaciones de precedencia que dependen o surgen del caso concreto. Por ejemplo, se afirma, en abstracto, que el derecho a la vida prima sobre cualquier otro derecho, lo que resulta, prima facie, sencillo de aceptar, pero a poco de andar nos encontramos con conflictos.
En general, casi todas las culturas poseen un fondo de acuerdo básico sobre ciertos valores: la vida, la verdad, el bien común o la justicia, que suelen oscurecerse en el fragor de las disputas políticas. Sin tener en cuenta este acuerdo básico resultará infructuoso cualquier intento de resolver los desacuerdos entre derechos. Una tensión clásica ocurre entre el deber del Estado de aplicar el derecho penal frente a los delitos para garantizar la seguridad de los ciudadanos y el de salvaguardar los derechos del acusado. Esta relación de tensión entre intereses opuestos puede solucionarse, según la teoría del balance, ponderando cuál de ellos debe priorizarse en el caso concreto.
La incorporación de los DD.HH. a la Constitución obliga a transformar el razonamiento jurídico, al admitir que existe más de una posibilidad de respuesta, que el ordenamiento jurídico no determina una única solución posible, sino que se requiere un razonamiento adicional, o ponderación, para obtener la mejor decisión posible.
Esta ponderación exige una argumentación dirigida a determinar la razonable elección del fin que se debe proteger.
Pensemos en un ejemplo sencillo, como la prohibición de fumar en espacios cerrados: el fumador suele alegar su derecho individual a fumar, lo que estaría en conflicto con el derecho a la salud de los fumadores pasivos; una lectura moral”, inclusive de una constitución liberal como la nuestra que protege los derechos individuales, priorizará el derecho a la salud. Derecho a la salud, derivado del derecho a la vida, que (no en todos los casos, pero sí en este concreto) se presenta como una justificación adecuada frente al derecho del fumador.
Cada derecho no es antisocial, no puede ser reconocido prescindiendo de las exigencias básicas de las demás personas, como así también de los valores proclamados constitucionalmente como principios de la organización social.
Si esto se acepta, el derecho a protestar derivado del derecho a la libre expresión, sin el cual no es posible el sistema democrático, debe priorizarse frente al derecho a la libre circulación; el derecho a la salud derivado del derecho a la vida, sin el cual carece de sentido imaginarse la paz social, debe priorizarse frente a los derechos de reunión o de libre circulación.
Por cierto, estas propuestas pueden discutirse, pero si anulamos nuestro juicio, sobre todo en momentos de angustia, corremos serios riesgos de abandonar el pacto social que realizamos para preservarnos como humanidad.
Profesora de la Facultad de Derecho de la UNC