El golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 arrojó a Chile a la larga y brutal dictadura de Augusto Pinochet, quien implementó reformas neoliberales profundas y de largo alcance. Luego de esta traumática experiencia, el país transitó a la democracia en 1989. Los sucesivos gobiernos democráticos optaron por un enfoque de reformas graduales que, si bien ayudaron a garantizar el crecimiento económico, no tocaron los pilares del neoliberalismo implementado por Pinochet.
Hasta hace muy poco tiempo, este enfoque se consideraba un éxito, y era reivindicado como un modelo, tanto a escala latinoamericana como global. Sin embargo, a pesar de la impresionante disminución de las tasas de pobreza desde la transición a la democracia y de más de tres décadas de estabilidad política, el país ha entrado ahora en una era marcada por conflictos sociales y tensiones económicas.
A fines de 2019, manifestaciones masivas y graves disturbios se extendieron por todo el país. Miles de personas salieron a las calles a protestar contra las diferentes formas de desigualdad imperantes y el modelo neoliberal que caracteriza al país. Ante la magnitud de la presión social, la clase política acordó realizar un referéndum, en el que la ciudadanía tiene la potestad para decidir si llegó la hora de cambiar la Constitución y así intentar una refundación del sistema institucional.
El proceso constituyente
El referéndum constitucional tuvo lugar en octubre de 2020 y su resultado fue una verdadera bofetada para la elite: casi 80% del electorado votó a favor del cambio de la Carta Magna. A mediados de mayo pasado, la ciudadanía acudió nuevamente a las urnas para escoger a los representantes de la asamblea encargados de redactar la nueva Constitución. El resultado de esta elección representó otra derrota para el establishment: las fuerzas políticas tradicionales –tanto de izquierda como de derecha– fueron castigadas, mientras que la mayoría de los candidatos que recibieron importantes donaciones de campaña no fueron seleccionados. Para asombro de académicos y analistas, los principales ganadores de esta elección crucial fueron no solo nuevas fuerzas de izquierda, sino que también, y, sobre todo, los candidatos independientes con una agenda progresista. Chile está entrando ahora en territorio inexplorado. El proceso constitucional ya está en marcha y para fines del próximo año se realizará un referéndum, en el cual la Constitución recién redactada será aprobada o rechazada por la población.
¿Cómo llegó el país considerado como un modelo de estabilidad a encontrarse hoy en esta situación de alta incertidumbre? Por un lado, la propia modernización económica que ha experimentado el país en las últimas décadas allanó el camino para el surgimiento de una ciudadanía progresista, la cual demanda transformaciones estructurales del modelo de desarrollo existente. El impulso proviene en gran medida de nuevas generaciones, que se definen como liberales en temas culturales y, a su vez, aspiran a la construcción de un Estado de Bienestar de corte socialdemócrata.
Por otro lado, dado que las elites han permanecido ciegas ante ese proceso de transformación de la sociedad, cada vez tienen más problemas para comprender y adaptarse al nuevo escenario.
En los últimos años han salido a luz pública escándalos de diverso tipo: casos de corrupción que afectan a la elite política, situaciones de flagrante colusión que manchan la reputación del empresariado y casos de pederastia en la iglesia católica.
En consecuencia, Chile es un caso emblemático de desconexión entre el establishment y la ciudadanía. Mientras el primero es visto como un actor ilegitimo por gran parte de la población, la segunda ha sido capaz de organizarse colectivamente y presionar para demandar la construcción de un nuevo contrato social. La crisis de la democracia chilena se explica, entonces, por la conformación de un establishment que no ha sabido cómo –y en parte no ha querido– responder a las demandas de la ciudadanía. Esto es particularmente válido para un empresariado que opera con una lógica de capitalismo rentista y sigue pensando que las políticas neoliberales son el único camino posible para alcanzar el desarrollo.
La presión de la sociedad civil -especialmente de la juventud, los cabros”- estaría llevando a la gradual conformación de una nueva clase política, la cual podría terminar generando una mejor conexión con la ciudadanía.
Esta interpretación positiva del proceso de transformación en curso depende de varios factores. Y dos son particularmente relevantes. En primer lugar, aun cuando a través de los próximos procesos electorales es esperable que se vaya generando un cambio importante a nivel de la elite política, no es del todo claro que las elites culturales y económicas estén dispuestas a dar paso a nuevos actores que sintonizan de mejor manera con la sociedad. Sin una renovación del empresariado y del mundo de la cultura seguirá existiendo una importante brecha entre elite y ciudadanía. En segundo lugar, a fines de este año se llevarán a cabo elecciones presidenciales y parlamentarias, en un contexto en el que prima una fuerte fragmentación. Debido a ello, es prácticamente imposible que quien gane la presidencia tenga una mayoría en el Congreso.
Hacia un nuevo modelo de bienestar
La salida de la crisis actual y la potencial renovación de la democracia chilena depende sobre todo de la capacidad de las elites para transformarse y dar vida a acuerdos con el objetivo de encausar las reformas demandas. La sociedad se ha manifestado con fuerza, exigiendo el tránsito hacia un Estado de Bienestar, el respeto del medio ambiente y un avance sustantivo en materia de igualdad de género. ¿Estarán las elites a la altura de este desafío? En gran medida, esta pregunta determinará hasta qué punto la democracia en Chile saldrá más fortalecida de este proceso y si se convertirá en un modelo de cómo, a través de procesos democráticos, se puede avanzar en políticas que pongan límites al papel del mercado y que sean capaces de reconstruir los contratos sociales rotos.
Si bien es cierto que el desenlace de la situación de Chile es incierto, no cabe duda de que el resultado final tendrá un impacto importante en América Latina. Así como el 11 de septiembre de 1973 marcó un punto de inflexión a nivel latinoamericano, la potencial renovación de la democracia chilena trazará una hoja de ruta que puede ser imitada por otros actores.
La pandemia de covid-19 ha exacerbado los problemas de desigualdad y pobreza, de modo que los países de América Latina necesitan reconstruir el pacto social para lograr avanzar hacia políticas sociales de corte universal. Chile podría allanar un camino que pase por la movilización social, las reformas institucionales y, sobre todo, un nuevo pacto entre elites para generar gobernabilidad.