Dos grandes empresarios, Richard Branson, de Virgin Galactic y Jeff Bezos, fundador de Amazon y de la aeroespacial Blue Origin, se han subido a cohetes de sus respectivas empresas para viajes comerciales, o promocionales, con pasajeros privados. Un síntoma de que la carrera espacial se ha privatizado, aunque las grandes potencias participan cada vez más en ella. Su objetivo último no es turístico, sino más bien de minería, para empezar en la Luna y en Marte, en busca de tierras raras y otros minerales estratégicos. Elon Musk también se va a subir a uno de los cohetes de su empresa espacial Space X. El otro gran proyecto físico” de éxito ha sido el de las vacunas contra el Covid-19, con un nuevo método, el uso del ARN mensajero, que abre los horizontes de lucha contra otras pandemias. Y luego están las carísimas fábricas de microprocesadores avanzados. Aunque todo tiene en última instancia una base física, estos grandes proyectos de tecnologías no son puramente digitales (de bits) o intangibles, sino muy materiales (de bits y átomos). No se habrían logrado, sin embargo, sin los avances en Inteligencia Artificial (IA): lo que ahora se llama la deep tech”, o tecnología profunda, la nueva gran ola de innovación económica.
La deep tech puede transformar el mundo como lo hizo Internet en su día. En EEUU las inversiones en este ámbito se han multiplicado por cuatro desde 2016 en sectores como la biología sintética, los materiales avanzados, la fotónica y la electrónica, los drones y la robótica, o lo cuántico, además de la IA. Las empresas de tecnología profunda tienen cuatro características: están orientadas a problemas que requieren soluciones, se sitúan en la convergencia de enfoques (ciencia, ingeniería y diseño) y de tecnologías en torno a tres clústeres (materia y energía, computación y cognición, y sensores y movimiento). Es parte de una nueva era industrial. Estos emprendimientos reposan sobre un ecosistema de actores estrechamente vinculados, involucran a centenares o miles de personas en decenas de universidades y laboratorios de investigación. A este respecto, la computación y la electrónica, y la sanidad son las mayores industrias en términos de gastos en I+D.
Moderna y la alianza de BioNTech con Pfizer llevaron desde la secuencia genómica hasta el mercado sendas vacunas contra el Covid-19 en menos de un año. Estas empresas, que hicieron mucho en poco tiempo, se beneficiaron de la labor de muchos otros, del mundo académico, de grandes empresas, además del apoyo del sector público. Todos ellos, junto a los Estados, son actores fundamentales en esta ola de la big tech que ya están en marcha. En la deep tech entra la revolución en los coches eléctricos y en la conducción semiautomática que impulsó muy principalmente Tesla. O el otro gran proyecto de Elon Musk: cubrir el espacio en torno a la Tierra de nanosatélites –ya lleva 1.500 de los cerca de 12.000 que prevé para mediados de esta década– para llevar, prescindiendo de infraestructuras terrestres, el acceso de pago de banda ancha a Internet a los lugares más recónditos, a donde no llega la fibra o el 5G terrestre. Lo hace a través de Starlink, filial de SpaceX, con una inversión de 30.000 millones de dólares, que piensa recuperar.
En cuanto a la nueva carrera espacial se ve favorecida por la pérdida de carácter de bienes públicos de la Luna, Marte y en general el espacio ultraterrestre. Se va vaciando el Tratado al respecto de 1967. En abril de 2020, en pleno confinamiento por el COVID-19 y mientras el mundo miraba hacia abajo en vez de hacia arriba, Donald Trump firmó una Orden Ejecutiva que permite la explotación privada de los recursos naturales de la Luna; afirmó que los estadounidenses deben tener derecho a participar en la exploración comercial, la recuperación y el uso de recursos en el espacio exterior”, señalando que EEUU nunca ha firmado el acuerdo de 1979 conocido como el Tratado de la Luna que definía el satélite y sus recursos naturales como patrimonio común de toda la Humanidad”, sujeto a derecho internacional. De hecho, en 2015 el Congreso de EEUU aprobó una ley que permite explícitamente a las empresas estadounidenses utilizar los recursos de la Luna y los asteroides. Joe Biden no ha anulado dicha orden.
La carrera por la tecnología profunda, en la que las grandes empresas están embarcadas, traerá inmensas oportunidades. Y desafíos. La tecnología no es solo un factor económico sino también de poder. Lo espacial va a cobrar mayor importancia. Todo ello va más allá de la aspiración a la soberanía digital, como se ha visto con las vacunas contra el Covid-19, la industria de satélites o los semiconductores, entre otras cuestiones que atañen a la tecnología profunda. Tendrá todo tipo de consecuencias. Profundas.