Ahora tiene un poco más de sesenta años y le sigue pasando que, de vez en cuando, se despierta y tiene los pies helados de tanto caminar por el hielo, las mangas del pijama manchadas de barro, el capote no le alcanza para mitigar el frío y sabe que los guantes de lana áspera no le permitirán gatillar en caso de encontrar a los enemigos. Y de tener el valor para matar.
Por alguna razón vuelve a sus años de estudiante de literatura y recuerda los versos de Manrique: “Cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte tan callando”.
Sólo que hace cuarenta años la muerte llegaba tronando a unas islas que él amaba, porque en la escuela le habían enseñado que eran argentinas. Unas islas donde la gente hablaba inglés y era llamada despreciativamente “kelpers” por su propio imperio.
En la colimba le habían dado una breve instrucción de tiro, y lo habían confinado en una oficina donde debía elaborar un parte diario, inventado por sus superiores, para dar cuenta de acciones que él ni había visto ni había escuchado nombrar.
Está también un muchacho que se llama Ángel, como él, y que suele quedarse dormido en el escritorio de al lado. Lo habían puesto como telegrafista, porque su padre era el jefe de Correos de un pueblo perdido en el norte de la provincia, y él había dicho que se las podía arreglar con el telégrafo. Aunque, en realidad, en ese momento toda información confidencial venía en un sobre lacrado, o se hacía por teléfono.
El 2 de abril la tierra les tembló bajo los pies, y no hubo ángel que los salvara de formar en el patio, y de que en lugar del cuerpo gordo del Mayor, apareciera la figura del Teniente General, ése que había visto sólo el primer día de la colimba, ése que ahora estaba anunciando con voz solemne el desembarco en Malvinas. Ahí fue cuando se acordó de que el poeta perseguido por estos mismos milicos y ahora exiliado había llamado a las islas “las hermanitas perdidas”. Y pedía “hermanita, vuelve a casa”.
Le quedó en claro que teníamos el derecho a recuperarlas, que era nuestro deber defenderlas, que partirían hacia el sur y que volverían cubiertos de gloria convertidos en héroes. Nadie dijo “juremos con gloria morir”.
Se le hinchó el pecho y la cabeza de orgullo en un arrebato de idealismo que, luego supo, compartió con todo un pueblo. Miró a Ángel de soslayo y vio sólo el miedo en sus ojos.
Se acurruca en su cama entre las sábanas limpias y la frazada tibia, y recuerda la nieve, el frío, la trinchera, el hambre, la cueva donde escondían la comida robada a los ingleses. Muchos años después creyó leer su propia historia en un libro de Fogwill, y comprendió que también la suya -la de todos- había sido una “batalla subterránea”, transmitida como victoria por los medios de comunicación de la Dictadura. Se acuerda del miedo al propio miedo y se siente Quiquito, el único sobreviviente del grupo en el mundo de ficción.
Antes de separarse hacia el mismo destino, pero en regimientos y aviones diferentes, Ángel se había sacado una cadena con una medallita y le había dicho “si nunca más nos vemos, llevasela a mi mamá”.
Casi a fines de ese año aciago supo, ya prisionero en el “Canberra”, que, si algún día lograba volver a la patria, debería cumplir ese encargo. Un guardia inglés de pelo rizado, de quien se había hecho amigo, pudo averiguar que Miguel Ángel Gross había muerto en la batalla del Monte Harriet. Que debía estar enterrado cerca, o tal vez en Puerto Stanley.
El soldado inglés fue su escolta por unos meses; se despidieron con emoción y volvió a verlo veinte años después, cuando los dos tenían menos cabello y más kilos. Y tomando cerveza con él, en un pub de los suburbios de Londres, supo que Borges no se equivocaba cuando imaginó que dos soldados muertos en “unas islas demasiado famosas”, podrían haber sido buenos amigos. Borges los llama Juan López y John Ward. “López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil/ Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown…/ La nieve y la corrupción los conocen./ El hecho que refiero sucedió en un tiempo que no podemos entender”.
Y en esta nueva mañana de abril también le da por acordarse de que había vuelto a Londres para encontrarse con el soldado inglés, pero nunca había ido a Agua de Oro a visitar a Santina, la mujer que cocinaba para el alto mando argentino y que le alcanzaba en prisión un plato caliente. Lo había consolado y le había dado el último abrazo y un paquete de galletitas cuando lo deportaron como prisionero de guerra.
Supo mucho después que Santina se había enamorado de Alexander Betts, un malvinense consciente del despojo inglés sobre las islas, y que vivían en ese apacible pueblo de las sierras chicas en Córdoba.
Y este abril de 2022 ha prometido a los compañeros participar en el desfile, y sabe que lo hará con orgullo y también con dolor en un mundo de dictadores e imperios que aplastan sin piedad.
Porque el noticiero le muestra en estas semanas un país del otro lado de la geografía, una tierra de trigo a la que también llaman “granero del mundo”, con hombres y mujeres que sienten el orgullo que él sintió cuando pensó que podía pelear su patria y donde, también como Ángel, como tantos, todos tienen miedo de morir.
Y que cuando finalmente lo liberaron se puso a inventar una nueva forma de vivir, y se sumó a la gente que sobrellevaba sus heridas en la esperanza de una nueva democracia y un futuro ilusionado. Y que esas cicatrices serían parte, desde entonces, de la memoria de muchos.
Y recuerda, ya sentado en el borde de su cama confortable, mientras escucha que lo llaman a tomar el desayuno, él, profesor de literatura, recuerda -digo- que toda vida común, la de acá y la de allá, se desarrolla al margen del discurso del poder. Y que tiene razón en emocionarse cuando lee a Antonio Muñoz Molina contar cómo, de golpe, una vida puede deshacerse en hilachas: “Cómo vas a creer que la vida diaria que amas y conoces y que está hecha de repeticiones y sobrentendidos puede acabarse de golpe y para siempre y que esta mañana con frío que se parece a tantas, la guerra convierta en la última mañana feliz”.