“Yo soy irlandés, así que no me digas lo que hay que hacer. Mejor contáme una historia”, dice un cura amigo.
En una época llena de instrucciones de uso y de clicks para aceptar las condiciones del usuario, en una época de “likes” y de insultos en internet, contar una historia parece contracultural. Pero el gesto de contar una historia es algo antiguo, que siempre nos acompañó. La tribu alrededor del fuego; la abuela con los nietos pequeños; el padre al lado de las camas de sus hijos: todos ellos narrando una historia.
Una historia que no sólo sirve para enseñar, dar ejemplos o explicar, para motivar o advertir. Como la historia de David tirándole un gomerazo a Goliath; las historias de los hermanos Grimm metiendo miedo para que a los chicos no se les ocurra entrar al bosque; la historia de san Francisco abrazando al lobo; la historias de los guaraníes caminando hacia la tierra sin mal…
Narraciones que servían para decirnos y hacernos hacer algo.
Y, sobre todo, servían para reunir, y que alguien nos regale su palabra al mismo tiempo que su presencia ahí, junto a nosotros. Así aparece, junto con las narraciones y las historias, algo mucho más personal. Y saber quiénes somos en el momento mismo de contarlo.
Me viene a la memoria la discusión de los filósofos sobre nuestra identidad individual. ¿Quién soy yo? ¿Soy algún tipo de sustancia o una esencia individualizada, una cosa medio metafísica difícil de asir? ¿Soy una serie de funciones, más o menos establecidas, dentro de los engranajes del orden social? ¿Soy la imagen que los demás tienen de mí, o el lenguaje que sale de mi boca? ¿Soy la memoria de todos los hechos que viví y causaron en mí una impresión? ¿Soy los golpes que me di y los cortes que dejaron estas cicatrices, incluso las que no puedo acordarme cómo y cuándo me las hice? ¿Soy 21.554.370 (o para el fisco 20-21554370-7)?
Sin duda, soy algo de todo eso.
Pero todo eso no alcanza, ni siquiera puesto todo junto, porque falta algo. “Tell me baby, what´s your story” cantan los Red Hot Chili Peppers. Contáme tu historia.
Es que yo soy las historias que cuento de mí. Pero también las historias que me contaron, sobre otros y sobre mí, esas que recuerdo y mezclo, y que de algún modo paso a ser.
Recuerdo lo que me contaron de Ana Teixeira, esa artista que tejía una bufanda sentada en una vereda y escuchaba historias de amor de la gente que pasaba, o intercambiaba sueños con quienes quisieran compartir el suyo.
Hay algo básico: sé que los cuentos que yo cuento de mí no funcionan solos, porque están entramados con las historias que yo cuento de otra gente. Y, ciertamente, con las que otros cuentan de mí. Mis historias se confunden a veces, el olvido las desdibuja y de pronto parecen tener una evidencia, que hasta hace poco no tenían. ¿Son mentiras esas que cuento sin demasiada seguridad, o las que cuento con seguridad, aunque no condicen con los hechos que fueron? Y, para colmo, las repito (mucho, según dicen mis hijos).
En ese entramado de historias que narro y otros me cuentan aparece algo así como lo que soy. Con lo que los otros son.
Soy, entonces, las historias que cuento y las que me contaron.
Miro atrás y sé que en mi caso tuve suerte, gracia, acompañamiento, como le quieran poner. Ya pasé la mitad del camino de mi vida y aunque nunca tendré una Divina Comedia, tengo que decir que las historias que me contaron no estuvieron mal. Me contaron historias sobre santos y héroes, sobre dolores y risas, pero sobre todo sobre eso de que la vida tiene un sentido y que no estamos solos. Que hay otros y que algunas risas hermanan. Cuentos lindos, aunque no siempre ciertos. Y esas historias que escuché de esa gente que no tiene marquesinas y que se volvieron mis propias historias. Sus tonadas, sus gestos, sus broncas entraron en esas historias que cuento, porque me las contaron.
Y también soy las historias que deberían ser. Esas que nacen de lo que falta. De lo que está mal y no debería ser así. Las que salen de esa voz que quedó en la caja de Pandora, que tenía por nombre Esperanza. ¿Ella era el último de los males, y por lo tanto hay que abandonarla para tener una vida “realista”, libre de miedo y anhelos fallidos? ¿Era la zanahoria que hace que el burro siga yugando por un bocado que no va a alcanzar, mientras los que la llevan de arriba le agotan el lomo? ¿O era la narración de una transformación total, donde nadie viva del dolor ajeno, donde el león paste al lado del cordero y, como en la canción, nadie sea feliz a costa del despojo?
Esa historia donde celebraremos una fiesta nueva con quienes ya no están entre nosotros. Esa es la historia final que contamos sobre nosotros: la historia de lo que seremos.