El comentario, hecho por un amigo que vive en México a propósito de la situación de nuestros dos países al norte y sur del continente, no solo me sorprendió sino que me llamó a la reflexión: “Es tan compleja la situación social que acá en México ha aparecido algo que nunca había existido. Ahora se odia como en Argentina”. Incómoda y dolorosa afirmación que no estoy en condiciones de constatar, pero que me lleva a meterme en la “camisa de once varas” como se dice desde la Edad Media, no ya para discutir hechos concretos sino para tratar de pensar de qué hablamos cuando hablamos de odio.
Dicen los que saben de etimología que la palabra española odio viene del latín odium y es una aversión extrema hacia alguna cosa o persona. Un rencor o rechazo que conduce a desear el mal o a querer atacar a lo que se odia.
Siento una perplejidad genuina ante esto, que no será nuevo en la historia de la humanidad pero sí tiene en este momento un impacto fuerte, una realidad en absoluto insignificante aún si le atribuyéramos una limitada importancia política. Busco entonces reflexiones de escritores, de encumbrados ensayistas y de gente común cuyo sentido común, usted y yo lo sabemos, suele explicarnos muchas cosas.
“Tuvieron el tiempo justo de meterse dentro del edificio y cerrar el portón antes de que se abalanzara sobre ellos un montón de ciudadanos poseídos por una ira que a Hirsch le pareció una locura colectiva. Aquel político rencoroso de bigotito ridículo lo había logrado. Los hombres se habían transformado en máquinas de odiar” (A. Iturbe, La biblioteca de Auschwitz)
“El odio se va formando. No es un sentimiento original e inherente a las personas. En la escuela nos enseñaban a amar.” (E. Voroshilov. Sobreviviente de la Segunda Guerra)
“Lo anónimo ayuda a exponer el odio… el odio no es la forma en que uno tiene que vivir”. (Ana, sobreviviente de Amia)
“Salvador Ramos abandonó la escuela que para él debió ser un lugar de tormento y humillación. Luego volvió, con dos fusiles automáticos e hizo justicia matando a una docena de niños” (F. Berardi, “Guerra civil Psicótica Global” en Lobo suelto)
“La única forma de detener a una mala persona con un arma, es una buena persona con un arma” (Asociación Nacional del Rifle. USA)
“Yo odio cuando mi mamá y mi papá se pelean. Ella amenaza y él grita. Bueno bah, capaz que sea de mentirita porque ellos me aman. (Eliana, 9 años).
“El odio es que una persona no te quiere y piensa lo peor de vos. El odio es algo malo, no es bueno odiar. (Benjamín, 7 años)
“Como hija trans de papá paraguayo puedo decir que nací con todos los números de la rifa del odio”, Florencia de la V (Página 12. 7/12/2020).
“Las suturas con las que las seculares grietas clasistas y regionales habían sido cerradas han estallado por los aires dejando unas heridas sociales sangrantes. Hay odios por todos lados de unos contra otros” (Á.García Linera. Posneoliberalismo).
“No se animaron/ a decir te amo” (Rosalba Campra, Fabulario)
“No es fácil aprender a odiar, no? En la villa nos peleamos y a veces feo. Pero, ¿sabe qué? No nos odiamos. Es más, nos necesitamos” (Josefa de Villa Urquiza, Córdoba)
“Hay que aplastarlos, aplastarlos, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que jamás estaría seguro de nada” (G. Rozenmacher, “Cabecita negra”)
“Aquel hombre podía reconocer la voz de Perón entre miles, con el ruido de fondo y bajo fuego de morteros. Tanto lo había odiado, admirado quizás”. (O. Soriano, “Gorilas”)
“¿Sabe usted que los nazis quemaron los libros de Freud? ¿Sabe que le hubiesen asesinado, si no llega a huir de Austria?… ¡Los nazis pasaron, pero el odio a Freud persiste! (Entrevista a E. Roudinesco, La vanguardia.)
“Entendía a la fraternidad como lo contrario del odio propio de un mundo en que los seres humanos son tratados inhumanamente” (H. Arendt. Hombres en tiempos de oscuridad)
“Por ese odio desde entonces he vivido en un infierno entre tinieblas. Lo que me rescató es ser escritor”. Salman Rushdie (Entrevista ABC cultura)
“Cuando se comete una muerte a través de un acto terrorista, la muerte natural ha sido interrumpida. Este absurdo es lo que empieza a dominar el mundo guerrero porque no hay enemigos distinguibles. Solo una pantalla de realidad virtual. Y en esta ausencia de pelea real, el odio baja el pulgar pidiendo la revancha” (J. Requena. Viceversa)
En estas expresiones reconocemos que existen varios odios, o al menos varios rostros del odio: aquel a quien sería mejor destruir, aquel que se opone al amor, aquel que me devuelve mi rostro inhumano, aquel que surge de una manipulación, aquel que justifica mis acciones, aquel que incluso, me autoriza a existir como persona.
Para mi alegría, yo no conozco gente que odie pero escucho o leo o miro en las pantallas a diario un discurso autoritario, vengativo y hasta feroz y que no es exactamente lo que se denomina “grieta”. Y se advierte como caja de resonancia en los medios de comunicación, en los grafitis y pegatinas, en algunos gritos airados en la calle, en discursos siempre al alcance de todos y base de nuestro sentido de la realidad. ¿No reaccionamos ante ciertas manifestaciones de odio porque pensamos igual, porque justificamos la violencia, porque creemos que es pasajero, porque son unos “cuantos locos sueltos”, porque somos indiferentes o porque encontramos una especie de ambiguo placer perverso centrado en la observación de actos ajenos?
La desobediencia, el desprecio a la política y a los gobernantes parecen haberse convertido en hechos distintivos de estos tiempos, así como la idea de que quienes tienen una manera distinta de pensar son enemigos. Ciertos odiadores no parecen ciudadanos preocupados por el bienestar de todos, no se los ve protestar contra la exclusión y la pobreza, contra las diferentes formas de criminalidad, de injusticia, de incumplimiento de promesas electorales, de los negociados y los grupos de presión.
Se suele atribuir el odio al anonimato de las redes, a los desaciertos de la política, al auge de un neoliberalismo “enfurecido” y también, a la naturaleza humana propensa en lo colectivo, a la violencia y la guerra y en lo individual, a desarrollar una subjetividad perturbada que puede empujar al margen violento del odio. Es, como diría Pablo Neruda “como esos zapatos entreabiertos y raídos/que a veces abren la boca/como si quisieran ladrar/ ladrar desde la acequia sucia”.
En el comportamiento de los animales y de los niños, advertimos ciertas violencias que nos habilitan a preguntarnos qué oscuras formas hemos heredado de la noche de los tiempos, como si aún viviéramos el recuerdo de un trauma inicial de la especie. Sin embargo no hablamos de odio sino de la repetición codificada de una violencia constatable en todas las culturas. En nuestra época es difícil no vivir en conflicto con el mundo aunque sabemos bien que si hay derecho a la protesta, incluso a la desobediencia civil, a los reclamos, quejas o plantones, en ninguna constitución está declarado el derecho al odio.
Los seres humanos de este siglo, nos recuerda André Glucksman, creen haber relegado los odios colectivos a los libros de historia. “Pero ¿por qué misterio insondable -se pregunta-, por qué inconmensurable ingenuidad el pasajero del siglo XXI se hace el sorprendido cuando el odio fuerza su puerta?”.
Lejos estoy de dar una respuesta segura pero efectivamente, todo odio tiene una historia y parece de nunca acabar. Más bien entiendo que en el odio no hay temas de discusión ni argumentos políticos. Hay ira y no alegría, hay ataque y no mano tendida, hay coacción y no coraje, hay desprecio y no aprecio. Hay una arrogante pretensión de certeza que imposibilita toda discusión o argumento. Y que hace cosas con palabras: se pueden abrir heridas con discursos, se puede consolidar un hecho político con el insulto. Y así quedamos: en un mar sin propuestas ni respuestas.