Quien piense que Boris Johnson tuvo que abandonar Downing Street 10 por sus fiestas durante la pandemia y por haber encubierto la inconducta sexual de uno de sus colaboradores, también cree que la aristocracia británica es un coro de ángeles y la familia real un conjunto de estrellas de Netflix. Pero ni lo uno ni lo otro. La urgencia de la derecha imperial por concretar el segundo golpe de Estado contra el jefe de gobierno en menos de un mes resultó de la constatación de que la estrategia aplicada contra Rusia ha fracasado, y de que, si no se aplican medidas duras, la agitación social contra el ajuste neoliberal se extenderá, para peor, cuando el fin del reinado más largo de la historia inglesa anuncia una grave crisis sucesoria.
Tras una serie de escándalos y la pérdida de confianza de los conservadores, que desembocó en un cascada de dimisiones de los secretarios de su gobierno, el primer ministro británico Boris Johnson renunció el jueves 7 como líder del Conservative Party (CP). Sin embargo, pretende seguir como primer ministro hasta que los “tories” elijan a un nuevo líder. El abrupto desenlace desencadenó una pugna entre los aspirantes a tomar el relevo en Downing Street, y la exigencia de algunos diputados de que se vaya ya y no espere a que termine la elección del liderazgo partidario.
Bajo las reglas actuales se va a dar un proceso de selección interna dentro del CP del cual saldrá el nuevo líder del partido y, por lo tanto, el nuevo Primer Ministro. Mientras que en los comicios generales pueden votar más de 40 millones de adultos británicos que eligen un nuevo parlamento, al líder de cuya mayoría la Reina lo invita a formar gobierno, en la actual selección sólo intervienen unos pocos miles.
Se trata de un proceso mucho más largo y elitista. Primero, los 358 parlamentarios conservadores van a ir votando cada 2 a 3 días, para ir descartando en cada ronda a uno de los posiblemente más de 10 precandidatos. Luego, cuando queden solo 2, se va a pasar esa decisión final al voto de una minoría de menos del 0,3% de la población, compuesta por los 100.000 a 150.000 afiliados a los clubs conservadores, que en su gran mayoría son blancos, varones y adultos mayores. Como en ese diminuto electorado casi no hay trabajadores, madres solteras, jóvenes o minorías étnicas, los candidatos que más fuerza van a tener son aquellos que pueden ofrecer más dureza ante la Unión Europea, los inmigrantes, o Rusia.
El curso del proceso de selección dentro del Conservative Party va a servir de indicador sobre el próximo futuro del Reino. Los retos son grandes: el país vive su peor inflación en cuatro décadas, hay una ola de huelgas que han comenzado los trabajadores de los trenes y metros, que amenaza extenderse a otros rubros; en tanto, en Irlanda del Norte y Escocia crecen las tendencias separatistas.
Por un lado, en Escocia el gobierno nacionalista ha fijado fecha para un segundo referéndum por la independencia. Por el otro, en Irlanda del Norte hay fuertes tensiones entre los unionistas que quieren acabar con el protocolo con la UE y los nacionalistas, que lo defienden y buscan ir hacia la reunificación con la República de Irlanda.
Un tema clave es la guerra de Ucrania. A 40 años de las Malvinas, Johnson quiso imitar lo que hizo en 1982 la entonces primera ministra “tory” Margaret Thatcher, quien supo revertir su impopularidad interna derrotando militarmente a Argentina. Esta vez el primer ministro quiso generar una ola de patriotismo antirruso y presentarse como el paladín de la unidad occidental para defender a Ucrania. El problema es que, a más de cuatro meses de haber iniciado esta guerra el 24 de febrero, las sanciones no han detenido a Moscú y Ucrania ya ha perdido un quinto de su territorio, sin perspectivas de poder reconquistar la mayor parte de las zonas rusohablantes del este.
Expresión directa de la coalición de fuerzas que sostiene la monarquía (el Labour Party es sólo un apoyo sustituto), al liderazgo conservador cabe en los años por venir la inmensa responsabilidad de resguardar la unidad del Estado, y su papel en la política mundial, durante un traspaso de la corona que se anuncia como largo y traumático. Tras el reinado más prolongado de la historia de Inglaterra, la reina Elizabeth II se acerca a su muerte. El príncipe Charles, a los 74 años y sin fuerzas ni voluntad, es todavía el sucesor del trono. Podría, entonces, abdicar a favor de su hijo mayor, el príncipe William.
Sin embargo, ésta no es una decisión que el heredero o el ya monarca pueda tomar por sí solo. Según el derecho tradicional inglés (common law), Charles se convertirá automáticamente en Rey apenas la Reina muera. Su eventual abdicación requeriría una ley, como ocurrió con la del Rey Edward VIII en 1936. Este procedimiento legal lleva tiempo, implicaría fuertes discusiones sobre el futuro de la monarquía y un debate nacional sobre el rumbo futuro.
Si bien las leyes del Reino prohíben a la familia real tomar posiciones políticas, es obvio que lo hacen en privado, ya por el hecho mismo de que la Reina cada miércoles recibe al primer ministro, se informa y lo aconseja. De Charles se sabe que es un moderado conservador, con práctica ecologista, pero no social. William, en tanto, se ha mostrado en la misma línea, pero su entusiasta apoyo a Ucrania en la guerra de la OTAN contra Rusia preanuncia que sostendrá el esfuerzo del ejército británico contra su homólogo ruso.
A esta altura es todavía difícil predecir quién ganará la compulsa interna de los conservadores, pero hay muchos indicios de que no será un moderado o moderada: las apuestas, el fracaso bélico, el peligro de secesión escocesa e irlandesa, la agitación social y la sucesión real reclaman un gobierno coherente y decidido. Ni en el centro ni en la “izquierda” de Westminster se ve alguna posibilidad de concretar esta opción. Muy probablemente se dé un giro a la derecha, hacia un gabinete imperialista, como en otros períodos críticos de la historia inglesa. Para los próximos meses es razonable esperar un incremento del esfuerzo de guerra contra Rusia, que inexorablemente va a arrastrar a EE.UU., una política represiva contra los movimientos huelguísticos, e intentos por detener o postergar la votación escocesa.
A lo largo de su historia, cada vez que Inglaterra ha estado en crisis, su élite ha iniciado una guerra, y con este pretexto ha ajustado el torniquete autoritario sobre su población. En el último medio siglo, además, en cada ocasión bélica ha involucrado a EE.UU. para que le saque las papas del fuego. Pero ahora es diferente: todo intento de enfrentar militarmente a Rusia y China acabará en un desastre. Al mismo tiempo, ni la corona ni el gobierno cuentan con líderes que puedan legitimar la represión interna. El golpe de Estado contra Johnson sólo puede traer a Europa y Gran Bretaña más sufrimientos y dolores sin sentido.