En general, la mayoría de nuestros actos, ya sean voluntarios o no, acarrean consecuencias de algún tipo. Y pienso que los abogados y las abogadas no toman debida nota del modo en que el ejercicio de la profesión repercute de forma negativa en la vida social.
Estamos rodeados de abogados y abogadas que hacen diferentes cosas: profesores/as, jueces/zas, litigantes, burócratas o doctrinarios/as, pero todxs comparten una matriz cultural constituida por un conjunto de hábitos de trabajo, ciertas creencias, rutinas y valoraciones. Esta matriz cultural que moldea a los abogados y abogadas se ha ido conformando históricamente por la práctica de la abogacía, cualquiera sea el lugar en que se desempeñe.
No hace falta aclarar que esta “cultura de los abogadxs” no goza del prestigio que, por alguna extraña ceguera, quienes la conforman creen poseer. La sociedad (con buenas razones) les adjudica a los abogadxs y a su trabajo una serie de males cuyas consecuencias no parecen registrar: no contribuye a solucionar los conflictos sociales, por el contrario, muchas veces los provocan, poner de manifiesto la debilidad institucional y gran parte de las perversiones de nuestro sistema político.
Debiéramos preguntarnos la razón de los defectos de la cultura jurídica, más allá de la desidia, la costumbre y el conservadurismo que les son propios, y si es posible modificarla.
Es claro que tales males no son un fenómeno meteorológico, sino que la reproducción de las prácticas nefastas de la abogacía se enseña en nuestras Escuelas de Leyes, y se manifiestan en la administración de Justicia y en la interacción viciosa entre la cultura jurídica y la cultura política.
La enseñanza tradicional del Derecho se refiere básicamente al mero saber forense, sin ningún poder explicativo, aprendemos la naturaleza jurídica de los contratos, de las sociedades, a recitar artículos de memoria, y los estudiantes deben soportar la soberbia de los profesores y profesoras que se sienten miembros de alguna casta privilegiada que a las vacaciones les llaman feria y a las hojas, fojas. Resulta excepcional encontrarse con profesores o profesoras capaces de trasmitir una visión del derecho capaz de gestionar los conflictos sociales; capaces de dar una visión realista de lo que sucede en los tribunales y, mucho más excepcional aún, capaces de entusiasmar a los estudiantes con la posibilidad de modificar el actual estado de cosas.
Por su parte, resulta extraño que los abogados, que asumen importantes críticas a la administración de Justicia, se refieren a ella como si no formaran parte y no colaboraran abiertamente a su descrédito. Al mismo tiempo que se quejan de problemas endémicos tienen una autopercepción de su trabajo como si pertenecieran a otra galaxia: se jactan de sus erudición y subestiman los reclamos como si no tuvieran nada que ver en el asunto, siempre se saludan como felicitándose, no se sabe de qué, y a pesar de que la Asamblea del año XIII en nuestro país abolió los títulos de nobleza, firman sus escritos refiriéndose a los jueces como “Su Señoría, o “Vuestra Excelencia”, y se despiden pidiéndole a dios que los guarde.
Las virtudes asociadas a los jueces, la independencia y la neutralidad, han pasado a ser parte del discurso judicial del establishment, no como algo que hay que defender con prácticas efectivas, sino como si gozaran de tales virtudes por la gracia divina. Pareciera que no toman nota de la obvia distancia que existe entre el derecho de los “señores” y el derecho de los marginados de siempre y de los atropellos del poder. Pienso que esta falta de registro no es una actitud ingenua, sino que, a través de mecanismos incluso menos visibles, como la falta de transparencia de la cultura del trámite y su lenguaje incomprensible, los abogadxs construyen y esconden sus privilegios, colaborando con los vicios de la política y del menos democrático de los poderes del Estado.
Con este panorama, existen buenas razones para que los ciudadanos desconfíen de los abogadxs y de la administración de Justicia. ¿Quién en su sano juicio le recomendaría a un habitante de nuestro país que se quede tranquilo frente a sus conflictos dejándolos “en manos de la Justicia”?
¿Acaso este estado de cosas es imposible de modificar? ¿Acaso hay que soportarlo como si se tratara del mal tiempo? En ese sentido, existen muchos abogados y abogadas que invierten sus conocimientos, su tiempo y sus energías para tratar de reformar las prácticas que conforman esta “cultura jurídica”. Hay conocimientos técnicos, hay perspectiva crítica y militante y capacidad de trabajo.
Si no tomamos nota del modo en que los abogadxs contribuimos a consolidar el descrédito de la Justicia, la corrupción y la degradación institucional, o somos torpes, o -lo que es peor- cómplices de las desgracias que denunciamos.