Nací el día en que los nazis desataban su última y furibunda ofensiva contra Moscú: el 13 de octubre de 1941. Atrás dejaban poblaciones devastadas, millones de muertos, tierra arrasada. Hitler ya había aprobado el plan de destrucción total de la capital rusa. En su lugar, debía surgir un océano. Los “bárbaros” eslavos debían ser recluidos en la taigá siberiana, y abandonados a su suerte.
No le resultó. Cuando los generales alemanes ya veían las cúpulas del Kremlin con sus binoculares, a principios de diciembre, Gueorgui Zhúkov, Konstantín Rokossovski, Iván Kóniev y otros líderes militares rusos encabezaron la contraofensiva, que terminó con los sueños de dominio mundial del “führer”.
El precio que pagaron los rusos por la victoria en Volokolamsk, en Rzhev o en Viazma fue pavoroso: seis millones de muertos. La enorme mayoría eran jóvenes que apenas comenzaban a vivir. Sólo supieron que debían salvar su patria. En los accesos a la capital, la consigna era severa y épica: “¡Rusia es grande pero no hay dónde retroceder… Atrás está Moscú!”
En 1962 fui privilegiado observador del primer proceso de liberalización que encaró la sociedad soviética: Iliá Ehrenburg, un gran escritor ruso, lo bautizó “deshielo”. Ardientes discusiones en los atrios universitarios, fogosos debates en los monumentos céntricos a los poetas Alexander Pushkin y Vladímir Maiakovski, donde también leían sus poemas los jóvenes Evguenii Evtushenko y Andréi Voznesenski, mítines espontáneos y turbulentos en fábricas o institutos. La juventud sobreviviente a los 27 millones de muertos de los 1.418 días de guerra buscaba su camino.
Moscú recién comenzaba a recuperarse: la gente vivía en casas comunales de madera, sin agua corriente y con letrina. El abastecimiento era riguroso; la promiscuidad extensa. En el interior, la devastación había sido tan monstruosa que todavía había muchos huérfanos vagando por las aldeas. Pero los nuevos barrios surgían ya en las ciudades; se restablecía la energía eléctrica en todo el país; jóvenes maestras se hacían cargo de los huérfanos; y bandadas de komsomoles (la Unión Juvenil) se hacían cargo de la reconstrucción, conquistaban las tierras vírgenes, extendían un nuevo ferrocarril transiberiano: el BAM. Un joven teniente primero de 27 años, aviador, Yuri Gagarin, abría el camino al cosmos para la Humanidad. Otro joven, Nikita Mijalkov, mostraba esa incipiente generación de los años 60 en “Paseo por Moscú”, un filme donde creo que por primera vez no se veía la guerra. Andréi Tarkovski nos hundía en el drama de la niñez postbélica con su estremecedor “La infancia de Iván”. En “Tengo 20 años” Marlen Jutsíev enfrentaba al protagonista con la sombra hamletiana de su padre, muerto en la guerra, reclamándole respuestas; la sombra emergía con una frase que todavía hoy recuerdo: “¡Qué puedo aconsejarte yo! Me mataron cuando tenía 20 años. No había vivido aun”.
Me pregunto qué fue lo que logró que ese pueblo resistiera, pero, además, superara el abismo. De qué manera esa juventud asimiló la durísima realidad y se lanzó a construir su futuro. Cuáles fueron las íntimas motivaciones que le impulsaron a reemplazar el desencanto y el descreimiento por el entusiasmo. Claro está que no fueron las rimbombantes consignas del “futuro luminoso” o las figuraciones del “hombre nuevo”. Fue muy simple: crearon la vida, se aferraron a sus posibilidades y construyeron su camino.
Recordé estos pantallazos de mi primera estancia moscovita luego de ver ayer un reportaje donde chicos estudiantes de Economía, de nuestra pública y gratuita Universidad, afirman que votarán por el aprendiz de fascista. Su mayor argumentación es “para probar algo distinto”. ¿Distinto a qué? Gracias a los 40 años de ininterrumpida democracia ustedes no conocieron dictaduras, cordobazos, proclamas militares, convertibilidad, dos por uno, dos dígitos de desocupación crónica, exilios, estallidos de ira popular, torturas, campos clandestinos de represión… Muchos de ustedes provienen de familias que nunca tuvieron acceso a la universidad, porque alguien dijo que “no era para los pobres”. La enorme mayoría de ustedes salen todos los días a pelear con la vida, por su dignidad; lo veo en los trenes matutinos repletos, en el rebusque por los tachos, en las changas cotidianas. En los que se pelan el cuerpo trabajando a destajo y luego dejan su bicicleta en la puerta de la Universidad, para meterse en turnos nocturnos. Tienen el privilegio de poder hablar, disentir, formar sus propias corrientes de opinión. Tienen la disponibilidad de elementos de combate político. Mi única posibilidad fue el exilio. No haré de eso un drama: así se dieron las cosas.
Culpa nuestra, de las generaciones que los engendraron, si no supimos inculcarles a ustedes los hábitos básicos de supervivencia. Culpa nuestra, de nuestras generaciones, si no atinamos a generarles empleos y vida digna y si nos emperramos en estúpidas disputas de poder. Culpa nuestra si no les enseñamos a aprovechar las extraordinarias cualidades de nuestra patria. Culpa nuestra si no les inculcamos el deber de enfrentar los designios externos y la obligación de buscar los necesarios vínculos internacionales que garanticen la misma existencia de nuestra nación.
Pero ustedes son individuos conscientes, inteligentes y con sentido común, saben salir adelante y forjarse su lugar. No dejen su discernimiento a merced de quienes sólo los quieren como carne de cañón; no acepten la furia y el odio como medios para el cambio. Son ustedes los que van a diseñar el camino por donde deberemos transitar todos. Les pasamos la responsabilidad convencidos de que están en condiciones de afrontarla.
No hago una cuestión generacional, no existe eso en política; cada uno pone en este empeño lo que tiene para poner. En mi caso, es la experiencia, buena y mala, sirve como bitácora de derrotero. Nuestro deber es ofrecerla, explicarla y ayudar a su empleo.
El deber de todos es encontrar la salida del laberinto que, como se sabe, es por arriba.