Durante años dicté clases en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, en la Universidad Católica de Córdoba, en Política Internacional. En ella habíamos generado una cátedra específica para el estudio del nacimiento y la evolución de la Comunidad Económica Europea, que luego, con el transcurso de los años y de la creciente ola globalizadora, terminó por conformar la Unión Europa. Proceso de integración de imparable crecimiento hasta la crisis del “Brexit”, cuando Gran Bretaña tiró del freno de mano, desconectándose del proceso y hundiéndolo en una crisis existencial que la invasión rusa a Ucrania agravará hasta límites extremos.
La cátedra dedicada a Europa se llamó, siguiendo una línea común en muy diversos países del mundo, “Jean Monnet”, en homenaje a aquel bodeguero, vendedor de vinos y de coñac, que escribió la letra de los primeros borradores de la integración continental, se los pasó a su amigo, el ministro francés de Asuntos Exteriores de la posguerra, Robert Schuman, con quien armó el proyecto de la primitiva Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Junto con los tratados de la OTAN y del nacimiento del Consejo de Europa, Schuman se los impuso a Konrad Adenauer, canciller de la Alemania recientemente vencida (dividida en dos, con los ejércitos aliados y soviéticos aun dentro del territorio) y al italiano Alcide de Gasperi.
Con la comunidad europea no sólo nació una institución multilateral de nuevos socios entre antiguos enemigos, sino también nació un relato (o una teoría, si quieren): el comercio y el intercambio, junto a la disposición común de la propiedad de las fuentes de energía (que en ese momento era todavía el carbón, más tarde también integrarían a la nuclear) evitarían de ahí en más la guerra. Por eso remarco que Jean Monnet era un comerciante, y por eso las cátedras que estudian el proceso europeo llevan su nombre: fue el autor de un sueño liberal basado en el comercio; de un mundo en paz a través del movimiento sin barreras de personas, capitales, productos e ideas.
A mí siempre me fascinó la visión y el entusiasmo de Monnet, y me sentí muy honrado de ser, durante años, titular de una cátedra personal que llevase su nombre. Pero, al mismo tiempo, siempre dudé de la universalización y de la permanencia en el tiempo de ese sueño civilizatorio esbozado por el bodeguero y por su amigo, ese inteligentísimo hombre de Estado que era el germano-luxemburgués Jean-Baptiste Nicolas Robert Schuman. (Respecto de Adenauer y De Gasperi no se pueden hacer muchas especulaciones: tenían que aceptar el proyecto que les traían los vencedores, cuando sus ejércitos aún estaban en la todavía caliente tierra arrasada). Era la materialización del sueño de Immanuel Kant: la paz perpetua. Y la paz puede ser perpetua, decía Kant, porque el hombre es bueno.
Siempre me fascinó esa visión, pero nunca dejé de dudar de ella. Porque dudo de que el hombre y la mujer sean -necesariamente, siempre y en todas las circunstancias- naturalmente buenos. Tiendo a pensar más como el viejo Thomas Hobbes: a veces el hombre no es sino un lobo para el hombre. Por eso terminaba mis clases de la Cátedra Jean Monnet con una bajada realista, recordando aquella lúcida advertencia de Flavio Vegecio en su “De re militari”, en la antigua Roma: “Si vis pacem, para bellum”: si quieres la paz, prepárate para la guerra.
Sé que esta posición es antipática, políticamente incorrecta, desagradable, y que será muy criticada en estos días, cuando el consenso condenatorio a la acción militar de la Rusia conducida por Vladímir Putin es tan hegemónico como la simpatía por el valeroso pueblo ucraniano -en especial por su presidente, Volodimir Zelenski- en la resistencia que ofrece al poderoso invasor. Pero, por antipático que suene, hay que decir que la acción militar rusa es explicable dentro de la lógica política realista: la guerra nunca fue extirpada, nunca dejó de ser la continuación de la política, a pesar de todos los discursos y las esperanzas idealistas, integracionistas, comercialistas y globalizadoras.
Los tratados “mundiales” (el de Versalles, en 1919; y el de París, en 1947) supusieron el fin de las hostilidades entre los principales contendientes europeos, más los Estados Unidos, la Unión Soviética y el Japón. Pero de ninguna manera neutralizaron el fenómeno bélico, que se trasladó a los márgenes “calientes” (mientras el Norte, centro del mundo, contenía la respiración ante la posibilidad del holocausto nuclear en una guerra “fría”). Lentamente esos márgenes se fueron acercando al centro, acelerando el rumbo tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la división bipolar del mundo, hasta que terminaron impactando en su mismísimo ombligo: en Manhattan, Nueva York, en 2001.
Europa, sin embargo, no se dio por enterada y no abandonó en ningún momento el discurso monnetiano: más integración, más comercio, menos fronteras (Schengen), más intercambios estudiantiles (Erasmus), más unión económica (euro), más globalización de empresa. Y menos defensa. A pesar de haber sufrido una guerra fratricida tan cercana como la de los Balcanes, todos los proyectos de creación de un ejército europeo se estrellaron contra el monnetismo de una sociedad satisfecha, opulenta, envejeciente, entrópica y cerrada egoístamente a cualquier inmigrante de tez levemente oscura. Ni hablar de africanos subsaharianos o asiáticos de fe mahometana: en tales casos, que se hundan en sus pateras hasta el fondo del Mediterráneo, o que se queden abandonados en los campamentos de Lampedusa o de Lesbos, de donde ni siquiera el papa Bergoglio pudo rescatarlos.
Cuando en 2004 los (por entonces) 25 Estados miembros de la Unión Europea firmaron el tratado que se convertiría en una Constitución Europea, y que habilitaría la formación de un ejército continental, fueron dos países fundadores de la primitiva comunidad económica los que, mediante plebiscitos, lo tumbaron: Holanda y Francia. Hoy el presidente Emmanuel Macron insiste en que la defensa de Europa no puede pasar sino por la creación de unas fuerzas armadas comunes, pero fueron sus conciudadanos los que cerraron esa posibilidad hace unos veinte años.
Y franceses y holandeses (y muchos otros de la satisfecha y cerrada Europa) se han resistido a ocuparse de su seguridad porque, o bien niegan la guerra, o se la dejan en las manos del Gran Hermano: los Estados Unidos. La participación de los marines norteamericanos no sólo fue determinante para finalizar la primera Guerra Mundial; también -y Winston Churchill lo sabía mejor que nadie- sin ellos hubiera sido muy difícil ponerle fin a la segunda. Y desde entonces, bajo el paraguas de OTAN/NATO, Europa ignoró la guerra. Pero, así como la realidad no desaparece cuando el avestruz hunde la cabeza en un hueco de la tierra, la guerra, la vieja guerra, tampoco desaparece cuando los sueños idealistas insisten en ignorarla.
Putin, muy por el contrario, no ignora la guerra, sino que la mantiene en el lugar de siempre: como la continuación de la política por otros medios. La guerra con Ucrania no tiene justificaciones éticas, pero sí pueden rastrearse sus causas políticas: Putin advirtió que se traicionaban los tratados de Múnich y que la OTAN se expandía hacia el Este, hacia las fronteras rusas, y que Rusia no permitiría tal afrenta a su seguridad. Europa lo ignoró, porque no era asunto suyo. Putin anunció que la agresión ucraniana a las comunidades rusófonas del oriente del Dniéper debían cesar, o serían respondidas. Europa lo ignoró, porque no era asunto suyo. Si acaso, la OTAN se ocuparía, ya se haría cargo el Gran Hermano norteamericano.
Cuando las herramientas políticas mostraron un límite de posibilidad, Putin apeló a su continuación por otros medios. Los de siempre. Los de Julio César, de Ricardo Corazón de León, de Napoleón Bonaparte, de George Washington, de José de San Martín, de Horatio Nelson, de Otto von Bismarck, de Douglas MacArthur, de Ho Chi Min. Y sí: también de Adolf Hitler. Apeló a la guerra. Ahí estaba, donde siempre había estado.
La guerra nunca desapareció, la “era de paz” anunciada por la globalización, con la extensión universal del capitalismo y de la democracia liberal, necesita, para hacerse creíble, hacer abstracción de Korea; de Argelia; de Palestina; de Kwait; de Vietnam; del Yom Kippur; de Malvinas; del Congo; de Siria; de Sierra Leona; de Irak; de todas las “primaveras árabes”; de Angola; de Afganistán; de Etiopía y Eritrea; de la carnicería en la antigua Yugoeslavia; de los saharauis; de Georgia y Osetia; de Libia; del Kurdistán; de Qatar; del Líbano; de Sudán… La guerra de Putin es éticamente condenable, obvia decirlo. Tan condenable como todas y cada una de las anteriores. Nadie en sus cabales puede estar a favor de la matanza de seres humanos inocentes. Pero la ética no gobierna el mundo. Ni un país, ni una provincia, ni una ciudad. Ni siquiera un club de bochas de un barrio. Al mundo lo gobierna la política. Y la guerra, que es otra forma de la política.
Ahora Europa ve la guerra en su territorio, apela a la OTAN, y Washington le contesta que no está dispuesto a desencadenar una tercera Guerra Mundial (atómica, además) por ese país marginal, sin importancia estratégica ni económica. Si siquiera está dispuesto a convertirlo en tema del “mainstream” de la agenda del Departamento de Estado, para quien la prioridad absoluta en China. Entonces Europa apela a sus ejércitos y ¡upsss! se encuentra que no los tiene.
Macron recupera la idea de unas fuerzas armadas europeas, tras hablar por teléfono una hora y media con Vladímir Putin y llegar a la conclusión de que “lo peor aún está por llegar”; pero crear un mando europeo unificado llevará años. Y el recién asumido canciller germano, Olaf Scholz, inyecta de emergencia millones de euros en la defensa de Alemania, pero se da cuenta de que no podrá hacer las dos cosas en simultáneo: o reconstruye el ejército alemán o invierte sumas enormes para reconvertir el sistema energético, porque las décadas de Merkel han hecho depender la producción industrial (y la calefacción de los hogares alemanes) de la llave de paso del gas que tiene en sus manos el mismísimo Vladímir Putin. Entonces Scholz advierte: que la OTAN no se atreva a acercarse a Ucrania. Y hace bien, porque si se corta el gas ruso a Europa, la inflación y la recesión serán universales.
Y si la OTAN no puede intervenir directamente, y los Estados europeos no tienen casi defensa propia, se impondrá antes o después la superioridad bélica rusa, a pesar de la denodada resistencia heroica del pueblo ucraniano. Y esa imposición bélica puede darse de dos maneras: con una victoria clara tras la toma de Kiev por parte del ejército ruso, o una larga (o, inclusive, larguísima) guerra de desgaste, un baño de sangre lento, enfrentando la resistencia civil o guerrillera kilómetro a kilómetro, hospital a hospital, barrio a barrio; con refugiados repartidos por todo el planeta; con inimaginables penurias humanitarias; y manteniéndose en el centro de la agenda mediática y de política internacional de mediano plazo. Desde el realismo político, esta segunda posibilidad es la que dejaría mejor parado a Vladímir Putin. Si su intención, como parece ser, es la refundación del orden internacional posterior a la disolución de la Unión Soviética, todos esos efectos le serían instrumentales. Al mismo tiempo, sería el escenario más terrorífico y negativo imaginable para la población ucraniana. También para el resto del mundo.
No hay guerras justas. Ni santas. Ni siquiera buenas o malas: todas son malas. No hay razones o sinrazones: hay vencedores y vencidos. El sueño de la paz perpetua es eso: un sueño. ¿Quieres la paz?: “para bellum”.
Profesor Regular Ordinario de la UTN, ex catedrático Jean Monnet, UCC.
@nspecchia