Cada uno de nosotros puede justificar o condenar según su escala de valores. Pero para ello requiere conocer y entender los comportamientos, y entre lo ideal y lo existente pensar en lo posible. En mi nota sobre Ucrania “Un conflicto poco o mal explicado” (HDC, 1-2-2022) decía que todos los gobiernos tienen como prioridad su propio pueblo, y en especial las próximas elecciones en donde son juzgados en su accionar por sus ciudadanos. Podemos culpar a “los políticos” por ello, pero suena un tanto hipócrita cuando somos los que los elegimos y les damos legitimidad de origen.
Luego de casi 80 años, desde la Segunda Guerra Mundial, y de 40 años desde la caída de la URSS y el surgimiento de China, los EEUU, la potencia dominante está en problemas. Su liderazgo es cuestionado en muchos lugares y sus crisis internas son recurrentes y cada vez más frecuentes tanto en lo político, social, económico, financiero, tecnológico y militar.
Sus socios de antaño ya no confían, luego de revelarse su espionaje con líderes de aliados, algunas traiciones (el acuerdo AUKUS, que desplazó a Francia), su abandono del Tratado Transpacífico (TTP), y de algunas zonas que ocupaban (Siria, Afganistán), su contribución a la inestabilidad democrática especialmente en América Latina, y sus excursiones guerreras fracasadas (Irak, Balcanes, Libia, Siria, Afganistán, Venezuela) que derivaron en migraciones de desplazados.
Ucrania es sólo un hecho más de esa larga lista de provocación a adversarios y abandono de sus “aliados”, a quienes hace pagar las peores consecuencias de sus acciones, mientras lucra vendiendo gas y armas.
Tratando de conocer y entender su comportamiento, es evidente que ningún imperio de la historia retrocedió sin graves problemas internos, que produjeron contradicciones externas, en un círculo vicioso de decadencia en varios planos, en sus poderes fácticos y en sus gobernantes.
En esa contradicción evidente, los nuevos polos de este mundo multipolar se consolidan desde el desarrollo económico (China) o la seguridad (Rusia) sin preguntar sobre la democracia o los derechos humanos, aunque sin renunciar a su expansión, que también implica alguna forma de dominio.
Así, China, con su capacidad productiva y exportadora trata de mantener su crecimiento explosivo con los proyectos de la Ruta y la Franja de la Seda, que rememora su pasado glorioso. Y sin objeciones de conciencia negocia con todo aquel que lo desee, inclusive aliados históricos e ideológicos de EEUU, poniendo en duda su dominio geopolítico, aunque en lo militar solo se limite a su entorno cercano (India-Nepal, Taiwán, Mar del sur de China).
Acuerdos de comercio intenso con países del Pacífico Latinoamericano -que EEUU abandonó al retirarse del TPP-, inclusive algunos insospechados de anti estadounidenses como México, Colombia, Ecuador, Perú o Chile; y otros enfrentados como Nicaragua y Venezuela, ponen a China como su principal cliente y/o proveedor.
El plan chino es claro, y aunque se tengan sospechas del futuro de esas relaciones –su dominio tecnológico podría implicar un dominio virtual de los países asociados- aunque en el corto plazo parecen no implicar riesgos mayores para nuestros países.
Rusia, luego de la humillación y descalabro posterior a la caída de la URSS en manos de Occidente, tuvo en Putin alguien que desde el inicio procuró recuperar su anterior esplendor, especialmente luego que en sus primeros años buscó vincularse a Europa occidental, y desde que planteara, en 2007, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, un mundo multipolar que reemplazara el unipolar y hegemónico que había surgido desde el fin de la Guerra Fría. A falta de ser reconocida, Rusia optó por ser temida.
En 2008, tras años de luchas independentistas en Osetia del Sur y Abjasia –parte de Georgia- Rusia las reconoció, al igual que ahora lo hizo con Luhansk y Donetsk en Ucrania.
En Libia, tras la intervención de la OTAN en 2011, el caos reinante dio lugar a que Rusia y Turquía se instalaran en las regiones costeras –Cirenaica hacia Egipto y Tripolitania hacia Argelia, respectivamente- y con sus empresas obtuvieran el abundante petróleo del país, frenando los movimientos islamistas surgidos a la sombra de la primavera árabe (2010-2012) en Túnez, Argelia, Egipto, Siria y Jordania.
En Siria, donde la guerra civil (2011) enfrentaba al gobierno de Bashar al Assad con la oposición siria apoyada por Turquía, grupos kurdos y varios grupos rebeldes apoyados por EEUU. Rusia intervino militarmente, reestableciendo el control mayoritario del gobierno a Al Assad, lo que implicó la retirada de EEUU (2019) dispuesta por Trump, tras lo cual Rusia obtuvo dos puertos en el Mediterráneo.
Otras intervenciones rusas derivaron de la Conferencia Rusia-África en Sochi (2019), donde 54 presidentes de países africanos acordaron con Rusia programas de cooperación (especialmente minera), ofreciéndose como solución de seguridad a sus gobiernos.
En otros conflictos (Moldavia-Transnitria, Armenia-Azerbaiyán en el Alto Karabaj, Crimea, Uzbekistán) la participación rusa tiene objetivos claros: controlar su entorno, recuperar el perdido orgullo nacional y hacer o sostener negocios.
En ese camino se desarrolló el conflicto con Ucrania, y la actual invasión, mientras la UE, la OTAN y EEUU la abandonan, luego de incitarla a provocar a Rusia y Putin, auto provocándose las peores consecuencias económicas y demográficas.
Los países poderosos en este mundo multipolar pueden gustarnos o no, justificarlos, condenarlos, vincularnos comercialmente y navegar en medio de sus disputas sin tomar partido, tomando aquello que nos sirve como país. Lo que no podemos hacer es ignorarlos, desconocerlos o no entender sus lógicas, sus objetivos y modos de actuar.