Desde aquel 24 de febrero de 2022 en el que comenzó el conflicto ruso-ucraniano pasaron 500 días. La zona militarmente involucrada no muestra cambios, más allá de avances o retrocesos de menor magnitud comunicados por cada uno de los bandos. La escalada diplomática -con impacto militar- no tiene fin.
Se habla de 9.000 a 30.000 muertos civiles, y 280.000 bajas militares; incontable cantidad de heridos -sin conocerse secuelas en cuanto a incapacidades presentes y futuras-; seis millones de refugiados forzados por migraciones; y miles de kilómetros cuadrados afectados por irreversibles daños ambientales (contaminación de suelos, aire, aguas marítimas, ríos de superficie o subterráneos, y completa destrucción de infraestructura física: viviendas, hospitales, escuelas, caminos, complejos portuarios, energéticos, inclusive nucleares, petrolíferos, gasíferos, industriales, agroindustriales, ganaderos y mineros).
El presidente ucraniano Volodomir Zelenski concreta una gira por el centro de Europa (Bulgaria, República Checa, Eslovaquia, Turquía), y exige la entrada de Kiev en la OTAN. La Casa Blanca, contra la opinión de la ONU y la UE, confirmó que suministrará bombas racimo al ejército ucraniano. El Kremlin se relame las heridas tras la rebelión liderada por el grupo paramilitar (mezcla de empresa privada, asociación de mercenarios y reservorio nacionalista) Wagner, que llegó a instalarse a 200 kilómetros de Moscú, con un reclamo que para algunos es militar, y para otros es, además, político.
Respecto a las cuestionadas bombas racimo, pensadas para destruir objetivos militares dispersos y lesionar con menos detonaciones a más combatientes (con usos en la segunda Guerra Mundial y en Vietnam), Biden aseguró que no ha sido una decisión fácil autorizar su envío, pero se basa en las limitaciones ucranianas para acceder a municiones. La diplomacia rusa calificó a este acto como un “gesto de desesperación” norteamericano.
Europa y la secretaría general de la ONU invocan la vigencia de un tratado de 2008 (suscripto en Dublín y Oslo por 133 países) que prohíbe la utilización de este tipo de armamento, del cual ni Washington, Kiev ni Moscú son parte (otros países que no han firmado son China, India, Irán, Pakistán, Turquía y las dos Coreas).
La letalidad de este tipo de armamento, la imprecisión de las detonaciones y sus fallas por explosiones tardías, las erigen en un severo peligro para la población civil. Quizá para compensar su negativa a las bombas racimo, Bruselas ha aprobado ampliar su propia capacidad de producción de munición, ofreciéndola al servicio de Ucrania, inicialmente por 500 millones de dólares.
Estos debates llegarán a la reunión de OTAN del próximo 11 de julio en Vilna, Letonia. El organismo aparece doblemente presionado, sumándose las denuncias de países como Estonia, Lituania y Letonia, por la posición de Bioelorrusia (cooperativa frente a Putin). Y también por la presión a Turquía para que retire su veto al ingreso de Suecia en el bloque.
Tanto Suecia como Finlandia pidieron su ingreso a la OTAN iniciando 2023. Helsinki concretó su objetivo, pero Estocolmo sigue bloqueada por Tayip Erdogan, dada la posición sueca frente a lo que el gobierno turco considera conflictos internos (el problema kurdo).
En Vilna se reunirán los principales líderes occidentales, en medio de un despliegue de seguridad sin precedentes, a 32 kilómetros de la frontera entre Letonia y Bielorrusia: una señal a este país, cuyo presidente, Aleksandr Lukashenko, aceptó un amplio despliegue logístico ruso en su territorio, que incluiría ojivas nucleares; sumándose a la reciente mediación que encabezó para poner fin a la rebelión del grupo Wagner.
En otros términos: Ucrania hoy es apoyada por la comunidad occidental, política y militarmente, aunque con profundas contradicciones entre sus principales miembros, particularmente porque, para los EEUU, la contraofensiva de Kiev contra las fuerzas rusas no está saliendo como se esperaba.
Complicada agenda rusa
Moscú solicitó una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU para el 11 de julio, para debatir los ataques en 2022 a los gasoductos Nord Stream (que unen Rusia y Alemania, por debajo del mar Báltico: las explosiones fueron en la zona económica exclusiva de Suecia y Noruega), pidiendo investigaciones independientes y ofreciendo “oradores imparciales”.
Negocia con el Organismo Internacional de la Energía Atónica el ingreso de técnicos a la central atómica de Zaporiyia (en territorio ocupado), con graves riesgos de desastre por los ataques recibidos y las minas instaladas.
Anunció la visita de Putin a Turquía para agosto, y anticipó, a través de su vicepresidente del Consejo de Seguridad, Dimitri Medvédev, que fortalecerá su sistema de defensa antiaérea tras conocerse que EEUU y la OTAN reforzarían con aviones F-16 a Kiev.
Las consecuencias de la insurrección del grupo Wagner están bajo evaluación; la crisis ha desnudado fallas de liderazgo. El desmantelamiento del grupo (asentamiento en Bioelorrusia, integración a tropas regulares, levantamiento de cargos) y la incógnita sobre el paradero de su líder, Yevgueni Prigozhin, suman confusión y cuestionamientos y cambios internos.
Putin habría autorizado también, según medios norteamericanos, al canciller Serguei Lavrov (junto a referentes académicos y científicos del país) a entablar contactos con ex altos funcionarios de la seguridad nacional de Washington para analizar alternativas de conclusión a la guerra.
¿Llegarán finalmente las bombas racimo a Ucrania? ¿Responderá Rusia con su propio “arsenal prohibido”? ¿Se enfriarán los ánimos caldeados en la reunión de OTAN (Francia ya ha propuesto una ayuda militar a Kiev paralela a la Unión Europea)? ¿Tendrán asidero estas versiones no desmentidas de negociaciones extraoficiales para deponer armas?
No sobran las esperanzas para, al menos, alcanzar una pronta tregua. Pero la noche ruso-ucraniana, mancha que se extiende al planeta, exige respuestas de paz, que no deben tardar.