Se traspasó la barrera de los 8.000 millones de seres humanos habitando este planeta. Hemos sumado 1.000 millones en apenas 12 años, y, aunque el pronóstico es que habrá que esperar otros 15 para llegar a los 9.000, no parece que eso sea mucho consuelo a la hora de tomar conciencia de los problemas a los que se enfrenta la humanidad.
Para algunos, en contra de lo que propagan los defensores de la teoría malthusiana –que en su versión extrema conduciría a la extinción del género humano por insuficiencia de recursos para atender las necesidades del conjunto– los avances tecnológicos siempre permitirán encontrar una salida para proveer los recursos necesarios para la subsistencia. La misma tecnología, sostienen, que permitirá reducir y hasta eliminar las guerras, el hambre y las pandemias, como históricos reguladores de población, llegando incluso hasta los “amortales” de los que habla Yuval Harari y hasta la colonización de otros planetas, como sueñan destacados representantes del “escapismo” (como Jeff Bezos y Elon Musk) si el nuestro termina por colapsar.
Mientras algo así comienza a vislumbrarse en el horizonte, la vida en este planeta muestra ya sobrados ejemplos de que es precisamente el vigente modelo de desarrollo económico –pero también el sociopolítico– el que nos está llevando a una situación de muy difícil sostenibilidad. Un modelo económico basado en la búsqueda del beneficio y el crecimiento sin fin que, en contra de lo que proclaman sus portavoces, está dejando a muchos atrás y está poniendo en peligro el delicado equilibrio medioambiental que ha permitido que florezca la vida en todas sus formas.
De poco sirve mirar hacia atrás para tratar de convencernos de que antes todo era peor, tanto si hablamos de esperanza de vida al nacer o de nivel de bienestar del común de los mortales. El hecho es que hoy nos encontramos en una situación en la que:
No menos de 3.600 millones de personas carecen de un baño o de un inodoro. Eso se traduce de inmediato en la contaminación de aguas fecales con aguas potables o, lo que es lo mismo en términos humanos, en la muerte diaria de más de 800 niños por diarrea. Un dato que demuestra sobradamente que la defensa de la vida humana no es la prioridad de la agenda internacional, como si la tecnología del siglo XXI no fuera capaz de cubrir esa necesidad de inmediato.
Unos 828 millones de personas sufren una grave escasez de alimentos, tanto en cantidad como en calidad. Y eso ocurre en un planeta en el que, si hubiera voluntad política para asignar adecuadamente los recursos existentes, habría alimentos suficientes para todos. Algo así nos recuerda desde hace muchos años Amartya Sen, ligando la cuestión con la agenda política, al insistir en que en las democracias no hay hambrunas.
Se siguen registrando unos 1,6 millones de muertes violentas cada año, con el suicidio acaparando prácticamente la mitad de esa cifra, seguido de los homicidios y asesinatos (30%) y de las guerras en todas sus modalidades (20%). De poco consuelo puede servir que las guerras actuales no sean la primera causante de víctimas mortales, cuando asistimos a un proceso en el que la violencia anónima, ejercida por individuos y grupos no estatales de muy diverso perfil, acaba trastocando muy negativamente la vida nacional en muchos países.
A pesar de los considerables avances realizados todavía hay 771 millones de personas que no saben leer ni escribir; o, lo que es lo mismo, son víctimas propiciatorias de abusos y de violación recurrente de sus derechos más básicos. Dos terceras partes de ellas son mujeres.
Las brechas de desigualdad –el más potente factor beligerante conocido– no hace más que aumentar. Aunque evidentemente el factor monetario no es la única vara de medida para determinar qué es una vida digna, no puede dejar de resultar alarmante que la mitad más pobre de la población mundial apenas posea el 2% de la riqueza, mientras el 10% más rico acumule el 76%. La brecha no sólo se da entre países sino, de forma aún más intensa, en el interior de muchos de ellos, incluyendo a los desarrollados.
Uno más de los efectos de la guerra en Ucrania es que el número de personas forzosamente desplazadas de sus lugares de origen ya supera los 100 millones, superando cualquier registro histórico. Hasta el inicio de la invasión rusa se contabilizaban 89,3 millones (frente a los 42,7 de una década antes), sumando las 21,3 atendidas por ACNUR; 5,8 bajo el paraguas de UNRWA; 53,2 desplazadas internas; 4,6 solicitantes de asilo; 4,4 venezolanos desplazados en el extranjero; y 4,3 apátridas.
Y, aun así, con el añadido del magro balance de una COP27 que no cabe ver como un signo de cambio estructural para hacer frente a la amenaza existencial de la crisis climática, hay quien sigue sin querer entender que el tiempo se agota y que, sin una profunda reforma de los modelos vigentes, incluyendo el de la gobernanza de la desigual globalización que nos toca vivir, sencillamente no hay salida del túnel.