El chequeo obligado antes de salir: ¿barbijo? Sí. ¿Alcohol en gel? Sí. ¿Billetera y celular? Sí. ¿Facha? Sí. Perfecto. Auriculares al oído: salimos. Escucho una banda cordobesa que se llama Valdés, en particular, el tema todo lo que hicimos” que, sin importar las complicaciones que esté atravesando eventualmente, logra ponerme de buen humor. Casi confesaría que: 1) me arranca unos pequeños –y supongo lamentables- pasos de baile en plena calle, y 2) canto con especial énfasis el verso guardamos en un solo beso todo el verano” (cuando la escuchen me van a entender); pero sería demasiado para esta columna. Todo ese despliegue de ridiculez ocurre mientras camino desde Cofico al centro por Roque Sáenz Peña, esa bajada en zigzag que desemboca en el puente Centenario hacia Avenida Gral. Paz. A la derecha, Parque Las Heras, actualmente en obras de renovación; a la izquierda, más acá la Pritty, más allá la futura sede del Concejo Deliberante.
En la primera columna que escribí para HDC decía que las ciudades deberían ser como los buenos discos: disfrutables de principio a fin del recorrido. Una expresión de deseo situada, menos abstracta de lo que aparenta a primera vista. Se publicó hace un año y medio, una vida.
Córdoba estaba gobernada en ese entonces por el radicalismo. Era el año final de su segundo mandato al frente del Palacio 6 de Julio, y el séptimo de aplicación efectiva de la Ordenanza 12.077 de Convenios Urbanísticos que marcó el paradigma de desarrollo urbano durante sus dos gestiones. En esa normativa, como en todas, había un imaginario concreto como sustento inicial, una hipótesis. O un poco más en realidad: una tendencia ideológica.
Esa tendencia, que no es solo local, consiste en dejar que el sector privado (las empresas desarrollistas) lideren las transformaciones en la ciudad. No es que el Estado se corre o se achique, sino que interviene activamente como viabilizador de los negocios particulares de ese sector que, según nos explican, traerán prosperidad colectiva. El sector privado sería, bajo esa formulación, una especie de actor altruista que empuja desinteresadamente una vida mejor para el conjunto. Algo así como pedirle al capitalismo que, por favor, no sea capitalista. ¿Qué puede salir mal?
Para enamorarse hay que venir a la ciudad”, frasea el cantante de Valdés ahora, mientras doblo a la izquierda para pasar rápido a conocer la Supermanzana del Mercado Norte. Mientras la recorro me distraigo tanto con los colores y el nuevo mobiliario que me tropiezo con una maceta que está en plena calle. No pasa nada”, les digo a dos señoras que ofrecen ayuda con la vista mientras toman café en una mesita, también en plena calle, al lado de la maceta. Les dedico una sonrisa a lo Gardel que se pierde por el barbijo. El dedo gordo del pie derecho me queda doliendo. Salgo por Humberto 1° en dirección a la Cañada. Para equivocarse hay que volverse a enamorar”, se invierte, cómplice, el estribillo.
Ocurre que los empresarios, como es evidente, tienen intereses de negocios. Esos intereses, en algunas ocasiones, se pueden conectar con el interés común; pero, en muchas otras están desanclados o, peor, en clara contraposición con el bienestar colectivo. El problema no es que ese actor construya su práctica desde una racionalidad individualizada, de hecho, ese es el comportamiento esperable. Lo que desordena la ecuación es cuando el Estado juega a eso mismo, a radicalizar los intereses particulares sin mirar lo común. Eso fue la ordenanza de Convenios Urbanísticos: una declaración de zona liberada para usufructo exclusivo de un solo actor económico. Anarquía de mercado facilitada por el Estado.
El resultado estaba cantado. 22 de los 31 convenios extienden la mancha urbana sin criterio alguno de planificación pública, dejando como consecuencias una mayor fragmentación de nuestra ciudad; el encarecimiento de la prestación de servicios para toda la ciudadanía; y el establecimiento de la especulación inmobiliaria como única estrategia de uso de suelo. De disfrutable nada, de colectivo menos.
Esas nuevas urbanizaciones eran autorizadas a cambio de una contraprestación que, en teoría, debía ser de beneficio común. Pero lo efectivamente actuado está plagado de irregularidades. En 17 de los 31 convenios aprobados aún se deben esas contraprestaciones y solo ingresó al Estado municipal un 11% de los fondos totales acordados. Esto último derriba el mito de que esta ordenanza generó una mejora en el desempeño de las finanzas públicas locales: a las arcas del tesoro municipal entraron apenas $ 172 millones hasta 2019. Una cifra irrisoria si tenemos en cuenta que el presupuesto anual para la gestión de la ciudad ronda actualmente los 40.000 millones de pesos. Pero hay más: en ocho convenios la contraprestación” pactada fue explícita y directamente para beneficio del propio proyecto privado en cuestión. El colmo más absoluto.
La Cañada resplandece en la siesta de este viernes de puro sol. La cruzo para meterme en el Pasaje Comercio, en dirección a la actual sede del Concejo Deliberante. Llego justo a tiempo: allí se está aprobando una comisión con integrantes del Poder Ejecutivo y el Legislativo para revisar los Convenios Urbanísticos. De allí surgirá un informe que puede marcar un nuevo punto de partida para hacer ciudad. El Estado local vuelve a planificar y dirigir. En Córdoba aflora una melodía distinta que empezamos a disfrutar lentamente.