No deja de ser motivo de asombro la capacidad que tenemos los seres humanos de producir desgracias y sufrimientos para nosotros mismos. Práctica que se convierte en tragedia cuando es llevada a cabo –como generalmente sucede- por los poderosos, por quienes acceden a las armas o a otros medios utilizados para someter a sus semejantes a gran escala. El antídoto que hemos inventado los hombres para neutralizar esta fuente de desgracias es la idea de los derechos humanos.
Sin embargo, a más de setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, miles de millones de hombres y mujeres aspiran aún a reconocerse en sus proclamas: mientras pueblos enteros tomaron y toman la palabra en nombre de la libertad, la igualdad y la dignidad, son permanentemente violados los derechos humanos en el mundo.
El acceso a la justicia es un derecho humano inalienable que cuenta con rango constitucional y reconocido en los tratados internacionales de derechos humanos. Y se entiende como la posibilidad concreta que tienen todos los ciudadanos de plantear su caso ante los tribunales, contar con el auxilio de las instituciones judiciales y aspirar a una decisión imparcial y oportuna. Así planteado, el acceso a la justicia constituye un asunto central en términos de la concreción efectiva del proyecto político democrático.
En ese sentido, podemos afirmar que el ejercicio o falta de ejercicio de este derecho pone de manifiesto las condiciones de desigualdad, injusticia y desprecio por la dignidad de los seres humanos. La realidad, en Argentina y Latinoamérica, muestra que los beneficios de la justicia no se encuentran al alcance de la mayoría de la población más desprotegida en términos sociales, económicos y educativos, situación que compromete fuertemente el Estado de Derecho, en la medida que su legitimidad se construye en la implementación efectiva del principio de igualdad ante la ley y las desigualdades para acceder a la justicia compromete esa legitimidad, ya que de lo que se trata es de saber qué instrumentos concretos pone el sistema democrático en manos de los ciudadanos para luchar por una vida digna.
El pensamiento jurídico tradicional no se cansa de inventar estructuras formales que permiten que los ciudadanos tengan derechos” que no pueden gozar ni reclamar. La falta de ejercicio del derecho de acceso a la justicia muestra la ineficacia del sistema judicial, lo que redunda en su debilidad institucional y vacía de contenido a la democracia.
Vivimos en una sociedad que produce leyes de manera descontrolada que nadie conoce y nadie aplica, mientras crece y se reproduce la sociedad de privilegios, cuya peor versión es la exclusión social de grandes sectores de la población.
¿Cómo confiar en la ley cuando los derechos más elementales son desconocidos? Las Constituciones obligan a un salario digno y hay condiciones de trabajo lindantes con la esclavitud. Códigos enteros protegen la niñez y muchos de nuestros niños trabajan en las calles en vez de ir a la escuela. Se proclama el derecho a la salud y no hay camas en los hospitales públicos.
Se proclama la igualdad de la mujer y aumentan los femicidios, existe el derecho a la vivienda digna, a que las cárceles sean sanas y limpias, y la lista sigue y sigue para mostrarnos el hecho evidente del incumplimiento de leyes fundamentales.
La contracara de este problema es la debilidad de nuestros sistemas judiciales, que son los encargados de hacer, precisamente, que se cumplan las leyes. Contamos con una administración de justicia débil, poco dispuesta a construir su fortaleza y, como siempre, preocupada en defender sus privilegios.
La histórica injusticia de nuestra sociedad debería llevarnos a ser más impacientes a la hora de pretender disolver la tensión entre la proclama de los derechos humanos, por un lado, y la realidad de la exclusión social que desampara a grandes segmentos de nuestra sociedad, por el otro. Hay que hacer una lectura positiva de la impaciencia, porque ella es el resultado de la solidaridad y la sensibilidad por el dolor ajeno.
Una política que no se nutre de esa impaciencia se convierte en mera administración de lo que existe, sin capacidad de transformar la realidad. Definir la política como el arte de lo posible” es descalificarla por conservadora. La política es el arte de imaginar sociedades mejores y volverlas posibles.