La gimnasia rítmica es uno de los deportes más bellos y desafiantes del mundo. Una disciplina que combina la gracia de la danza, la precisión de la acrobacia y el control absoluto del cuerpo, todo esto al ritmo de la música. Sin embargo, detrás de la elegancia de cada movimiento y la fluidez con la que las gimnastas deslizan sus cuerpos sobre la pedana, se esconde un nivel de presión física y emocional que, en muchos casos, puede resultar abrumador.
Las gimnastas comienzan su formación a una edad temprana, muchas veces entre los seis y los siete años y la dedicación a la técnica, la flexibilidad y el acondicionamiento físico es implacable. Si bien esta entrega es necesaria para alcanzar la perfección que exige el deporte, también implica la privación de una vida social normal, así como un desgaste físico y emocional que no siempre es visible para el público.
Uno de los aspectos más críticos es la constante presión interna por alcanzar estándares de perfección. La búsqueda de la excelencia, tanto en la ejecución de las rutinas como en la imagen corporal, puede generar un círculo vicioso de ansiedad.
La presión externa que enfrentan va más allá de su autocrítica. En lo competitivo, los ojos del público, entrenadores, jueces y patrocinadores están constantemente observando y evaluando. Los resultados de cada rutina no solo dependen de la ejecución técnica, sino también de la apariencia estética: cuerpo esculpido, movimientos impecables y una sonrisa que nunca falte. Esto, sumado hoy al impacto de las redes sociales y la exposición mediática, refuerza una imagen de perfección que es difícil de alcanzar y mantener.
El precio del éxito: salud y bienestar
La cordobesa Anahí Sosa, por resultados y porque tuvo una extraordinaria carrera a nivel nacional e internacional, es hoy por hoy la mejor gimnasta argentina de todos los tiempos. “Los resultados así lo acreditan y espero que alguna vez cambie” dice la propia Anahí desde Boston, Estados Unidos, donde es parte de un proyecto en la escuela Boston Rhythmic en la que es head coach de los equipos competitivos.
“Hace dos años que estoy en este desafío -explica nostálgica la gimnasta-. Esta decisión implicó haberme ido de mi casa, de la zona de confort, de mis costumbres, de mi idioma, porque donde estoy sólo se habla inglés. Extraño muchísimo mis costumbres, mi lugar, mi familia, mi pareja, que sin el apoyo de él esto no hubiese sido posible. Estoy aprendiendo muchísimo, siento que me desarrollé mucho a nivel profesional, por aprender de otras escuelas, otras técnicas. Yo trabajo con muchas niñas asiáticas y del este europeo y aprendo mucho de cómo se manejan, de sus costumbres. Por ahora voy a seguir aprovechando esta experiencia, sabiendo siempre de que va a llegar el día en que esto también se acabe, y voy a volver a mi hogar, a mi patria que amo y extraño tanto”.
Anahí Sosa es un producto genuino del deporte cordobés y formó parte de la Generación Dorada que integró junto a José Meolans, Georgina Bardach, Mariano Reutemann, Soledad García, Rocío Comba, Javier Nicosia y David Nalbandian, entre otros.
El comienzo
Un golpe en la cabeza le cambió el futuro a Anahí. “Fue bastante accidental mi inicio en la rítmica”, cuenta. Resulta que ella iba a un colegio de doble escolaridad y en ese establecimiento se cayó y se partió la cabeza. La tuvieron que cambiar de escuela y terminó en una de escolaridad simple. Toda la tarde libre. ¿Libre? Comenzó natación, gimnasia rítmica y tenis en el Club Municipalidad. Tenía seis o siete años y las tardes “súper ocupadas”, pero se enamoró de la gimnasia muy rápido. “En una semana sentí una conexión que nunca más sentí con otra actividad y desde ese día supe que iba a ser gimnasta”, le cuenta Anahí a Hoy Día Córdoba.
Lo que sigue lo cuenta la propia Anahí: tenía facilidad, me gustaba, me había enganchado súper bien con la profesora, llegaba a mi casa y seguía haciendo todo lo que me enseñaban. A las pocas semanas me ofrecieron entrenar todos los días cuatro horas. Le dije a mi mamá que quería hacer gimnasia y dejar el tenis. Era muy chica, pero sí recuerdo del convencimiento, de lo segura que estaba de la decisión. Entonces, empecé a entrenarme todos los días, con muchas ganas de aprender. A los cuatro o cinco meses ya estaba compitiendo.
Era feliz en la pedana. A los ocho años salí campeona nacional de nivel B en Rosario y me cambié a Instituto, con la profe Silvina Márquez. Ella siempre decía que yo era como un diamante en bruto. Y, de pronto, me llamaron de la selección argentina. Yo no tenía idea lo que era una selección nacional, pero bueno, entré y así empecé a competir en el nivel elite.
El gran paso
“Cuando entré a la selección en categoría juvenil yo tenía 13 años y ya entendía lo que estaba haciendo. Ya había dejado de ser la nena que jugaba y había pasado a ser la nena a la que le interesaba entrenarse para superarse. Ya entendía lo que era tener la bandera argentina, la campera de la selección. Fue cuando cambié la cabeza y entendí por qué hacía todo lo que hacía, por qué hacía preparación física, por qué hacía ballet, por qué entrenaba cuatro horas. Ya en categoría mayor, a los 14 años, viajé por primera vez con el equipo argentino a una gira por Europa. Competí en Francia y en Bulgaria y vi el modelo europeo. En ese viaje, me topé con una realidad que yo no conocía. Descubrí la verdadera gimnasia rítmica. Se me dio vuelta todo. Cuando volví a casa, les dije a mis viejos que quería dejar la escuela, rendir libre y dedicarme exclusivamente a la gimnasia porque era la única manera en la que iba a poder competir con las europeas. Yo quería entrenarme ocho horas. Fue una decisión muy difícil para mi familia, pero tuve un apoyo incondicional de ellos. Resigné la etapa escolar, mis compañeros, la vida social. Estaba totalmente convencida de que si era extremadamente disciplinada iba a llegar a mi objetivo y empecé a ser disciplinada con el sueño, el descanso, la comida.»
El vuelo internacional
El año 97 es el momento de su primer Mundial, en el que la falta de experiencia no le permite tener un buen torneo. Un año después participó de los Juegos Sudamericanos en Cuenca y consiguió seis medallas doradas. Fue oro en AllAround (la suma de todos los aparatos), oro por equipos y en las finales fue primera en soga, aro, mazas y cinta. Fue el quiebre para Anahí. Allí, definitivamente entendió todo. Tenía 16 y era el momento de ponerse metas. La primera fue ganar una medalla en los Panamericanos de Winnipeg, en el 98. Se fue a Bulgaria, en pleno invierno europeo, se entrenó muy fuerte y eso le alcanzó para terminar séptima, a cuatro puestos de la medalla que se había trazado como meta.
En ningún momento de la charla, Anahí se olvida de su familia y de su equipo: en mi carrera tuve un pilar muy importante además de mi familia, como mi mamá, mi papá y mi hermana. Tuve a Silvina, mi entrenadora, que siempre fue súper humana y compañera y tuve una gran compañera de equipo como Antonella Yacobelli. Es lo mejor que te puede pasar en un deporte individual, poder entrenar y tener al lado a una gran compañera como fue Antonella.
“En el año 2001 me empieza a ir bien, yo ya con otra cabeza y con muchos años de entrenamiento y de preparación, me empieza a ir bien en el terreno europeo y ahí ya empecé a disfrutar muchísimo de la gimnasia. Ya había terminado de estudiar mi vida, era solamente la gimnasia, era despertarme, ir a entrenar todo el día, ocho horas, volver a casa, ir al fisioterapeuta, dormir y al otro día la misma rutina. El domingo era descanso puro, a lo sumo íbamos al cine con Georgina Bardach porque nos entendíamos entre nosotras, las dos hacíamos lo mismo. No había mucha más vida social. Yo ya era una mujer de 20 años y las invitaciones que tenía en ese momento eran los boliches, hacer la previa y a mí no me interesaba y me molestaba porque sentía que era un estorbo para mi objetivo, entonces siempre decía no. Ese año, inesperadamente me fue muy bien en el campeonato del mundo. Competían 150 gimnastas y quedé 30 en la general. Entré a la final con las mejores 30 del mundo. Terminé 28, pero después eliminaron a dos por doping así que quedé 26 en los registros oficiales, pero 28 en realidad. O sea, 28 en el mundo. En el Panamericano de gimnasia unos meses antes había sacado dos medallas de oro y bueno ya me perfilaba con grandes posibilidades de entrar en los Juegos Olímpicos de Atenas, que hasta ese momento habían sido sólo un sueño. Acá es cuando se me acaba la tranquilidad y un poco dejo de disfrutar, entre comillas. Dejo de disfrutar competir en el exterior porque empiezo a tener una presión que no la podía manejar bien. Quería llegar adonde soñaba, pero se me hizo más difícil. En Europa me iba bien, pero en la clasificación para Atenas me jugaron en contra el estrés, los nervios y si bien quedé cerca, no logré la marca para entrar a Atenas. Se me vino el mundo abajo…»
Anahí hace un silencio. Al día siguiente retoma el diálogo: bueno, sigo, perdón la demora. Cuando me quedé sin Atenas estaba muy perdida. Era mi objetivo. Pero, la esperanza siguió porque la Federación Internacional de Gimnasia me propone como candidata a una de las cartas de invitación que hay en los Juegos Olímpicos. En abril de ese 2004, cuando se reúne la comisión para elegir, el rumbo se desvió e invitaron a una gimnasta de Cabo Verde. Fue otro golpe duro, como el del Mundial 2003 en Budapest, que no clasifique directamente pero que después iba a estar como invitada por la Federación. Pero, a pesar del golpe, nada iba a matar el sentimiento que yo tenía por mi deporte, pero sentí que era el momento de irme. Se me había caído el sueño olímpico. Aun así, seguí súper bien todo el 2004 y el 2005. Creo que fue el mejor año de mi carrera a nivel emocional. Yo hacía gimnasia, ya era adulta, tenía 23 años, y tenía claro que estaba ahí porque era mi trabajo, que llevaba adelante por pasión. Con mi entrenadora Silvina éramos un equipo, no había presión en mí y ya todo fue maravilloso, fue un año que empecé súper bien, competimos en Europa, viajamos un montón pero sobre el final cerca de septiembre de 2005, en un torneo en Alemania me quiebro el quinto metatarsiano del pie derecho. Ahí empiezo a caer físicamente. Fue la primera lesión fuerte que tuve y de la que salí súper rápido, pero me empezó a traer consecuencias. Empecé a pisar mal, me empezó a doler la cadera, la espalda. En 2006 fueron los Sudamericanos en Buenos Aires, que también para mí eran un sueño. Lo hice, gané cuatro medallas de oro, pero ya no estaba físicamente en mi mejor momento. Me fui a entrenar a España dos meses. Me fui siendo entrenadora, empecé a tener más vida social y fui conociendo el mundo. De a poco me fui despegando de esa obsesión que tenía de entrenar. Empecé a probar cosas, a tener otras experiencias que fueron válidas y me ayudaron a ir despegándome del deporte. El 2007 es mi último año. Comienzo a estudiar periodismo y me retiro oficialmente del deporte, con una vida llena de cosas, porque yo necesitaba llenar mi vida de cosas para que no sea tan fuerte el impacto de retirarme, que es muy difícil para todos los deportistas de alto rendimiento.
La vida por delante
“Disciplinada, súper exigente. La disciplina es algo que me caracterizó desde muy chica y creo que siempre fui igual en todos los ámbitos de mi vida”, cuenta Anahí. Todo lo aprendido y cosechado en la gimnasia lo trasladó primero al diario La Voz del Interior, donde ejerció el periodismo durante dos años, y luego a la Agencia Córdoba Deportes, donde inició un proyecto de gimnasia (“creo que fue uno de los mejores proyectos que llevé adelante”, dice).
“Para mí fue un orgullo enorme poder haber estado ahí y haber llevado adelante todo ese proyecto, algo que extraño muchísimo, hoy que estoy en otro lado. Entiendo que son etapas de la vida que llegan a su fin porque vienen nuevos y eso es lo que me pasó”, cierra Anahí en la extensa charla con este diario.
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