La humanidad es tiempo y rito. Después de un diciembre mundialmente revolucionado por el fútbol en Catar, lo ratificamos. Cuántos nos aferramos a supersticiones a la hora de palpitar los partidos de nuestras selecciones, sin importar punto geográfico, clase social o confesión: esa sensación de aventar la incertidumbre mediante la repetición de un saludo, un atuendo, un recorrido o una posición frente al televisor, contribución remota para influir en circunstancias tan ajenas como las que ocurrieron en los gigantescos estadios cataríes, que se rindieron a los pies de la Scaloneta, tiene una razón de ser bastante lógica: la necesidad humana de dominar lo imprevisible.
La última semana del año calendario, convención globalmente asumida más allá de circunstancias puntuales, nos traslada a ritos bien conocidos, como la celebración de la Navidad, primero, y de la Nochevieja, después. Con ambas se reitera la sensación de que algo se acaba y algo comienza. Para vivirlo con disfrute es importante consolidar la convicción que ante nosotros se presenta un ciclo nuevo, de oportunidades a estrenar. Es la ilusión que genera transitar por varios acuerdos humanos, partiendo de la “hora cero”, y, tras ella, veinticuatro lapsos de sesenta minutos que determinan el paso de días y meses, hasta llegar hasta la última instancia cronológica establecida: la unidad tras la vuelta de la Tierra al Sol. Y adjudicarle efectos, cambios que pueden aminorar las desventajas, solucionar los problemas.
Nada más esperanzador que abrir la agenda que indica 365 días por venir. Nos encontramos, nos regalamos cosas, nos llenamos de buenas intenciones gracias a la magia del almanaque.
Tiempo, cultos atávicos y mitos. Buena síntesis del paso de los humanos por la Tierra. Pero, más allá de convenciones (y, dentro de éstas, las que catalogamos como “supersticiones”) la historia se repite con la certeza de que estos ritos se han realizado durante ciclos inmemoriales, pero sus consecuencias siguen siendo opinables. Además, el entusiasmo moderno nos ha enseñado, época tras época, que el progreso es inevitable: como búsqueda, como realización, como acierto y como fracaso.
Ha ocurrido siempre, pero pareciera que ahora lo notamos más, la combinación de progreso, cambios tecnológicos y su acción global nos impulsa a inéditos marcadores de bienestar (o a su procura). Entre tantas convenciones, aceptamos que la técnica maniobre contra la naturaleza. O la tecnología batalle contra la selección natural.
Sin embargo, los optimistas del progreso soslayan una de las leyes fatales de la Humanidad: vivimos y viviremos bajo el castigo de las ambiciones y las carencias. No superamos, y parece que no superaremos (porque en el fondo las toleramos, mientras no suframos sus consecuencias) a las guerras, las pandemias o el hambre.
En nuestro mayor grado de dominio sobre la naturaleza sobrevino la crisis de seguridad más grande que los humanos experimentamos en las últimas décadas, debido a una pandemia -aún no extinguida- que estuvo a punto de perforar entendimientos humanos muy profundos; entre ellos, el pacto entre Estado y ciudadanos, del que hablaba Foucault. El Covid-19 seguirá provocando severos problemas, desnudando fallas, como ocurre en el vasto y poderoso imperio chino (donde falta mucha información por conocer y, probablemente, resten capítulos de esta historia).
En cuanto a la guerra en territorio europeo, pendiente de resolución, fue un puñal en el pecho de la civilización occidental: adiós a la paz kantiana. ¿Cuántos países intervienen hoy en un conflicto que, en el inicio, parecía bilateral? ¿Puede abrirse una puerta que desencadene otros conflictos similares en el área de influencia centroeuropea, o en otros puntos del mundo?
La “inseguridad alimentaria”, una manera elegante de llamar a la mortal enfermedad del hambre aumentó, y actualmente azota al 10% de la población global, unos 800 millones de personas: tres veces la población entera del Brasil. La guerra entre Rusia y Ucrania, por el potencial alimentario de ambos países, sumará unos 13 millones más, y jaqueará definitivamente a las naciones que dependen enteramente de sus envíos (por caso Somalía, el país más vulnerable del planeta para 2023). En nuestra región americana, durante 2019 y 2021 la cantidad de personas con hambre aumentó un 30%.
No debemos ignorar la profunda crisis de la política como mecanismo de entendimiento entre los humanos, tampoco la decadencia de la democracia como sistema de gobierno. Sin líderes convincentes ni convocantes, hace tiempo que no tratamos de mejorarla: sólo procuramos no perderla. Pasa en Argentina, pero también en el mundo entero. La crisis de insatisfacción de demandas sociales desencadenó la epidemia de la ansiedad, y tampoco parece tener un cauce.
Nada nos puede hacer pensar que controlamos lo inevitable; ni siquiera alentar una mayor producción o crecimiento económico en el mundo. Hay una recesión global a la vuelta de la esquina. La pandemia, la guerra, la pobreza, el cambio climático nos asolan. La inseguridad afecta la noción de lo “vital”.
La crisis se vuelve regla. Así transcurre el siglo XXI. Por más que estrenemos calzones (en particular rojos), comamos uvas, arrojemos baldazos por la ventana o nos paseemos por la cuadra con una valija; por más que brindemos con amigos (o no tanto) y auguremos un “próspero año nuevo”, seremos (todos) vulnerables. Aunque los atavismos a la carta nos ayudan a disfrazarlo, porque, como decía T. S. Eliot, “la Humanidad no puede soportar mucha realidad”. Es que los ritos redimen y la realidad mata. Pero, entre ambos, fluye la vida.